Lo había perdido todo. Todo. Sus amistades, su colegio, su equipo de baloncesto, su parque favorito… Y todo para irse a vivir a un pueblo perdido en una isla perdida en el mar. Le daba igual lo grande que fuera Mallorca, no tenía nada que ver con Barcelona y con su vida.
¡Cómo se atrevían a jugar con su vida así! Jordi cogió una piedra del suelo y la tiró a lo lejos, por encima de los árboles del patio, por encima de la valla. Escuchó un chapoteo. Y al poco, escuchó a alguien llorando. El muchacho se puso blanco. ¡Le había dado a alguien! Salió del chalet y bordeó la valla en dirección a donde había tirado la piedra.
No veía a nadie, pero escuchaba llorar a alguien. A una mujer. Vio un antiguo pozo como los de las películas. Parecía que el llanto provenía de allí. Corrió hasta el pozo y se asomó con cuidado.
El interior estaba oscuro y apestaba a agua estancada. Jordi solo alcanzó a escuchar el sonido de un chapoteo brusco antes de sentir un golpe en el cuello y una quemazón intensa. Después, la nada.
Fue volviendo en sí poco a poco. Primero notó la tierra sobre la que estaba tirado, y que estaba totalmente empapado. El cuello le escocía muchísimo, más que las rodillas aquella vez que se había caído de la bici en la carretera y había frenado con sus rodillas desnudas. Intentó moverse pero no era capaz. El dolor, el miedo y la frustración detonaron el pánico. Dentro de sí mismo estaba gritando, llamando a sus padres, pero su cuerpo no hacía nada. ¡Nada! Lo único que consiguió fue abrir ligeramente los párpados.
Estaba en un lugar oscuro, muy mal iluminado. Parecía una cueva, y apestaba como una pescadería. Antes de que sus ojos se acostumbraran más, escuchó una voz extraña, una voz carente de humanidad, que se parecía más a la voz del robot domótico que tenían sus padres instalado en casa que a la voz de una persona.
—¿Ahora lloriqueas? No llores, chico, nadie puede oírte. A nadie le importa.
Jordi bramó en su interior llamando a sus padres. La garganta le escocía como si llevara horas gritando, pero no podía emitir sonido alguno.
—¿Cómo? ¿Perdón? —Aquella voz antinatural continuó con su discurso—. Ya es tarde para pedir perdón. No se debe tirar piedras al pozo de la tía María. ¿Es que tus padres no lo han explicado? ¿No? Eso es que no les importas.
Los ojos del chiquillo se fueron adaptando a la oscuridad. Alcanzó a ver una figura despatarrada en una especie de silla, pero la escasa luz que había dejaba la cara de aquella criatura en la oscuridad. Jordi pataleaba en su interior, se revolvía con todas sus fuerzas, gritaba pidiendo auxilio. Pero solo podía mover sus ojos.
—Te comeré bocado a bocado, niño, y vivirás para ver tus propios huesos —Una sonrisa llena de dientes afilados se dibujó en la penumbra.
La dulzura del olvido, el abrigo de la oscuridad. Es lo último que recuerdas antes de despertar. La armonía del sueño se rompe como un cristal que estalla en mil pedazos. Abres los ojos y miras hacia arriba. Una piedra cae a plomo hacia el fondo, dejando una estela de burbujas a su paso, y las ondas que ha generado en la superficie te enloquecen. Estallas en un llanto espantoso e inconsolable.
No paras hasta que la criatura que ha perturbado tu sueño se asoma por encima del murete del pozo. ¡Mocoso insolente! ¡Cómo se atreve a perturbar tu hogar! ¡Tu descanso!
Con una furia que creías perdida en la noche de los tiempos, trepas en un suspiro por el angosto hueco empedrado y, con el mismo movimiento, enganchas del cuello a ese descarado criajo y lo lanzas hacia el fondo. Te zambulles detrás de él y lo arrastras por un río subterráneo hasta tu antigua morada.
Te complace notar que el niño no forcejea, que las toxinas que crías debajo de tus garras siguen tan efectivas como la última vez que estuviste despierta.
Al llegar a la vieja cueva dejas al sinvergüenza a la orilla de la poza subterránea. Enciendes con cuidado los candiles oxidados y decrépitos que todavía aguantan, y te sientas en tu antigua poltrona. Alrededor de ella todavía hay huesos a medio mordisquear. Te rugen las tripas. Escuchas al mocoso jadear.
—¿Ahora lloriqueas? —Tu voz suena hueca, pero rasgada por la furia y el hambre—. No llores, chico, nadie puede oírte. A nadie le importa.
»¿Cómo? ¿Perdón? Ya es tarde para pedir perdón. No se debe tirar piedras al pozo de la tía María. ¿Es que tus padres no lo han explicado? ¿No? Eso es que no les importas.
El mocoso sigue paralizado, pero notas cómo su cuerpo lucha por convulsionar y llorar. Su sufrimiento amortigua el tuyo. No recuerdas la última vez que estar despierta no te suponía sufrir por cada uno de tus sentidos. Tu estómago vuelve a rugir. Solo un poco más de miedo, para que la carne esté dura y tiesa, como más te gusta.
—Te comeré bocado a bocado, niño, y vivirás para ver tus propios huesos.
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