Tráqueas vacuas e inequívocas lenguas.
Secos los estereotipos felices, desgastamos suelo y suela al mismo tiempo con el mismo fin: encontrar algo que nos desgaste a nosotros.
Parecía que el día arrojaba luz solar directa a mi tez, pero es principios de mes y el saldo emocional no estabiliza. Y ni baliza ni balanza, sí baradas y embarradas ballenas blancas.
Si hablara de trances me quedaría corto. Si hablase de trenes no llegaría a tiempo. Por si trampas. Por si tripas que no aprendieron a latir amenazan con vomitar.
Ojalá palpitar, tramitar y aspirar e inspirar. Solo sapos con caspa en el lodazal. Solo…
El fantasma de debajo de la cama me pregunta si quiero hablar. Pero tengo canapé, me habéis pillado.
El monstruo del armario me guiña un ojo cómplice, pero es cíclope y dudo si parpadea.
Los esqueletos vecinos padecen osteoporosis.
Los parásitos que me aquejaban se han organizado en un vecindario limpio y ordenado. Ahora vilipendian mi caos e incendian mis ganas de incendiar el cosmos colindante.
Lo peor de explotar caminos, sin duda, es no acabar sabiendo dónde desembocan. Pero los zombies siguen caminando, y han aprendido a hablar y a pedir los sesos por favor. No estoy seguro de que sean los enemigos de este thriller.
…
Y aquí, en la escena previa a los créditos finales, esperáis cohetes, fuegos artificiales, un beso chispeante y un carro que se aleje en el centro de un círculo con aspiraciones a fundido a negro…
Pues no.
Decidle a la mano que asoma tras la tumba y el rayo cegador que se la eche a otra persona.
Creo que he ligado con el monstruo del armario.
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