El fuego del fénix

En el bosque donde acababa el dominio de los dioses, no llegaba la vista de los Guardianes. Allí enviaban a los dioses desterrados, condenados a vagar por los helados parajes del bosque de Norz hasta que encontraran el camino a su morada definitiva. Si lo conseguían. En ese breve lapso se convertían en mortales y tenían que luchar por vez primera contra el paso del tiempo. A veces la muerte llegaba antes que su hogar. Algunos tomaban la forma de las gentes, otros de los animales.
        Un mirlo detuvo su vuelo en una rama mojada. Observó por un segundo la nieve y sintió el viento gélido en su plumaje. Desterrado por no haber sido capaz de encontrar su verdadero potencial en el Valdor, la tierra de los dioses. Nigrescens —ese fue su nombre alguna vez— no tuvo el valor o el egoísmo de asumir su deidad. Fue convertido en mirlo negro, pues se consideraba que era una ave sagrada, pero podía ser destructiva. Aunque a diferencia de otras aves de plumaje negro, no se asociaba con el mal fario.
        Un breve tiempo después, encontró a ras de suelo a un cuervo que hundía sus garras en la nieve, como si hubiera olvidado volar.
        —¡Amigo! ¿Cuál es tu nombre? —le gritó Nigrescens.
        —Nadie tiene nombre en este lugar, mirlo.
        —¿Cuál era, entonces?
        —Nada importa ya.
        —¿Por qué no vuelas?
        —Tampoco importa eso.
        El cuervo seguía su camino, lento pero decidido. El mirlo decidió acompañarlo.
        —¿Sabes al menos adónde vas? Parece que lo sabes.
        —¿Acaso no he dicho que nada importa ya?
        Al cabo de algunos pasos más, el cuervo pareció aceptar que tendría compañía. A su manera.
        —¿Es que no prefieres volar? —le dijo al mirlo.
        —Prefiero no pasar un segundo más aislado en este infinito de nieve.
        —¿Cuánto llevas aquí?
        —Casi mil quinientas lunas. ¿Y tú?
        —Menos de mil. No vuelo porque intento seguir mis huellas. Trato de no repetir el camino.
        —Decían los Inlers —los consejeros de los Grandes Dioses—, que sólo con el corazón se llega a salir de aquí. Que la mente nunca sabría hacerlo.
        —¿Sí? Pues mi corazón no sabe dónde está el norte o el sur, así que prefiero mi método.
        —¿Y si estaba escrito nuestro encuentro? Ven, sígueme a esa rama, déjame enseñarte algo.
        El cuervo accedió finalmente. Ambos se posaron en la rama más alta de un álamo y Nigrescens le señaló un punto en el horizonte.
        —¿Qué es lo que tengo que ver?
        —Allí, al final de la alameda. Hacia el este.
        —Ah.
        —Tal vez no sea nada, pero algunos de los árboles parecen más bajos.
        —Apenas se ve, probablemente te equivoques.
        —Tal vez, o tal vez los árboles crecieron después. Y eso sólo puede significar que los árboles originarios fueron quemados.
        —Y eso significaría que los calcinó el fénix a su paso, ya. O es una trampa. O algún hechicero ha experimentado por aquí.
        —Imposible. Ningún hechicero podría hacer fuego en este lugar. Te propongo que ese sea nuestro destino.
        —Nuestros hogares no pueden estar en el mismo lugar. Hemos de encontrarlos por separado.
        —Tal vez estén cerca. Tal vez nos desviemos más adelante. Pero creo que el destino hizo que te viera por una razón. Por cierto, mi nombre es Nigrescens.
        —¡Ah! Oí hablar de ti. Dicen que no quisiste ocupar tu trono.
        —Habladurías. Sólo los que ocupan los tronos escriben las leyendas. Por eso nunca son ciertas.
        —Mi nombre es Corax.
        —¡Corax!
        —¿Tú también has oído hablar de mí?
        —Dicen que te convertías en un cuervo despiadado en tus sueños. Tiene sentido que te hayan convertido en uno ahora.
        —La leyenda dice muchas cosas, pero ese cuervo me salvó la vida. Y logré convertirme en el cuervo blanco al que estaba destinado. Alcancé mi potencial. Aquel cuervo negro que desafiaba a todos tuvo que luchar para mantenerme con vida. Los Grandes Dioses no lo vieron así. Decidieron que lo que destruí durante mi sueños no fue más que un capricho y un abuso de mi poder.
        Nigrescens asintió. Los Grandes Dioses podían permitirse ser caprichosos y elegir las reglas.
        —Veamos si somos capaces de cambiarte el color del plumaje, Corax.
        —Me conformaría con poder ver el mundo como lo veía antes.
        —¿Como un dios?
        —No exactamente. Veía sus colores. Veía cómo eran las canciones. Cómo eran las Escrituras primigenias del Valdor. Me tenían miedo por eso. Ni siquiera algunos de los Grandes Dioses tenían ese poder. Y aquí todo es blanco e infinito. Y aburrido.

        Nigrescens y Corax partieron al alba. Llegaron al lugar que creyeron ver cuando empezaba a oscurecer. Algunos árboles eran de menor tamaño que los vecinos.
        Nada más.
        —No es suficiente.
        —¡Pero es algo! Esto prueba que se crearon después, y que por tanto, los anteriores fueron quemados.
        —Probablemente esto haya ocurrido miles de años atrás.
        Exploraron el lugar por el suelo y por el aire, sin éxito. La luz se extinguía en el horizonte y decidieron hacer noche allí, dentro de un agujero de uno de los árboles de menor tamaño.
        Cuando entraron vieron el resplandor.
        Una chispa diminuta daba luz a unos centímetros a su alrededor, iluminando levemente el interior del árbol.
        —¡Nigrescens! Tenías razón en lo del fénix. Esta chispa jamás se apagó. Debió quedar aquí parte de su fuego al quemar los árboles de Norz.
        Nigrescens bajó a verlo con sus propios ojos. Notó una brizna de calor por primera vez en casi mil quinientas lunas. Se quedó hipnotizado y tembloroso por unos segundos.
        —¡Corax! No creo que nuestro encuentro haya sido casual. Dos aves negras, desterradas, convertidas en mortales al mismo tiempo del infinito, encontrando una chispa de vida en un lugar muerto. ¡No sé cómo, pero esta luz nos guiará a nuestros hogares! ¡Volveremos a ser inmortales!
        —Lo que creo, mi querido mirlo, es que los hogares pueden esperar —dijo mientras envolvía la chispa en tierra y la sostenía en su pico—. Ahora, vayamos a la rama más alta y veamos este mundo arder con el fuego del fénix.

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