Hortelano

A Juan le encantaba introducirse vegetales por vía anal.

Disfrutaba de una gran variedad de ellos según su estado de excitación. Había ocasiones en las que se conformaba simplemente con una zanahoria, sin embargo en otras de mayor intensidad, podía hasta con berenjenas de gran tamaño.

Juan pensaba en su última aventura con un pepino de grandes dimensiones, mientras recordaba que tenía que comprar aquella crema hidratante que tanto le gustaba como lubricante para sus romances con los productos de la huerta. Le encantaba aquella marca porque además, su recipiente era la única no-verdura que se introducía por el esfínter en determinadas circunstancias.

De acuerdo – se dijo tajantemente- compraré dos tubos de camino a la hermandad.

Que Juan se introdujera todos aquellos sustitutos fálicos por su orificio trasero, no impedía que fuera el queridísimo y bien amado hermano mayor de la “Sufrida y nunca Bien Ponderada Benemérita Hermandad del Santo Fulgencio Bienhechor”.

  • Todos tenemos nuestros placeres ocultos- Afirmaba con seguridad para sus adentros.

Siendo padre de dos niños y marido ejemplar, tampoco estaba de más que se pegase aquellas escapadas a sórdidos pisos en el centro, donde se introducía verduras que no parecían propias de una dieta estrictamente vegetariana, pues contenían bastante carne.

El que acompañara la experiencia con algo de cocaína, tampoco le parecía un despropósito, porque no lo hacía más de una vez cada dos meses. Estaba todo absolutamente controlado.

Cumplía escrupulosamente con todas sus obligaciones y no hacía daño a nadie, excepto a su esfínter, que sí que estaba un poco cansado ya.

Todo lo había llevado con aplomo y sigilo durante los veinte años que duraba ya su matrimonio, hasta la semana pasada en que en pleno acto sexual con su bienamada esposa, se descontroló y le pidió que le introdujera un dedo.

Con la de tubérculos que había engullido aquel esfínter, tuvo que liarse todo por un flacucho y exiguo dedo. Quién lo iba a decir, con un diámetro tan escuálido.

Su mujer no accedió a la petición y cesó en el acto la práctica sexual escandalizada por una petición tan fuera de lugar.

Con una erección considerable, ponderó el masturbarse furiosamente tras ir al frigorífico a comprobar las existencias de productos hortofrutícolas, pero se decepcionó al ver sólo un calabacín mustio y cortado en daditos. ¿A quién se le ocurre perpetrar tamaño atentado con un calabacín?

Han pasado ya siete años de aquello y Juan sigue felizmente casado. Ha dejado de ir a la frutería a horas extrañas, porque su mujer no accedió a introducirle el dedo. En su lugar salió disparada a la mesita de noche para recuperar un extraño artilugio que Juan jamás había visto y que simulaba dos inmensos nabos simétricos y adosados por donde debieran estar los testículos.

Juan era feliz porque al fin compartía su afición por la horticultura.

Los caminos del señor son inexcrutables y Juan, a día de hoy, continúa siendo un hermano mayor ejemplar. No molesta nadie, es un buen padre y su esfínter ya se ha relajado.

Ha dejado de tomar cocaína.

No hay nada como la aceptación.

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