Le decían siempre que llegaría tarde a su propio entierro. Un día se levantaba justa de tiempo, otro día se había encontrado con un compañero del instituto, otro se entretenía demasiado con el maquillaje, aún otro día se le rompía un tacón. Se ensuciaba la ropa justo en el desayuno y tenía que volver a cambiarse, alguien le telefoneaba justo en el momento de salir, un cajero que se resistía a ser encontrado. Una reunión que no empezaba a tiempo y acababa pasadas las medias y las puntas. Una caravana, una tras otra, un día tras otro.

El pinchazo era demasiada excusa y nunca la utilizó. Un accidente desastroso, un atropello indeseable, un perrito perdido, en la boda como requería la tradición y un poco más, un policía insistente, una cita previa sin previsión. Un abuelo lento y desubicado, un vecino con verborrea, un imprevisto con los niños y años después con adolescentes, un marido que pierde las llaves, una denuncia por robo, una cola interminable, una urgencia médica ineludible. Un centenar de razones, motivos por los que no llegar jamás a la hora.

El día que la enterraban y esperaban el féretro para hacerle una despedida con música en directo, no pudieron celebrar nada. La funeraria inexplicablemente trasladó su cuerpo a cuatrocientos cincuenta kilómetros, en otra ciudad con el nombre prácticamente idéntico al correcto, con la diferencia de dos letras, en una calle de igual arquitecto. Cuando se comunicó, hora y media más tarde, desde el atril a todos los presentes, los lloros se detuvieron, el dolor se suspendió y el silencio dio paso a pequeñas explosiones de asombro, de sorpresa e incredulidad. Cuando los asistentes se miraron confundidos, hasta estallaron risas ahogadas, solo su hija con lágrimas y sonriendo pudo articular ‘hasta en su propio entierro…’