Comenzó a llover mientras discutían. Primero despacio, un chispeo silencioso y casi invisible, solo perceptible al tacto. Aun se imponían los gritos de la discusión, también los aspavientos conseguían llamar la atención al resto de personas y perros que transitaban la calle. Pero pronto, cuando apretó la lluvia, aquel vocerío con redobles de rencores acumulados se convirtieron en algo casi inapreciable.
El agua formó una cortina translúcida y estruendosa, la gente desapareció, pero ellos seguían allí apartándose con la lengua y las mangas los torrentes que les resbalaban por el rostro y les dificultaban seguir gritándose. Sin embargo, como unos limpiaparabrisas desbordados, ni las mangas ni las lenguas podían ya apartar el agua de sus caras, las capuchas chorreaban y les empezó a costar vocalizar. Ni siquiera se oían ya en mitad del repiqueteo feroz. Se miraban con furia y reproche, pero no se veían con nitidez, a pesar de estar a menos de medio metro de distancia. Continuaban intercambiándose golpecitos con la mano en los brazos, hombros y pecho, pero ya no significaban gestos acusatorios y de desafío, sino una forma de asegurarse de que la otra persona seguía allí, o de que uno mismo no se había dejado llevar por la riada que les llegaba hasta las rodillas. Los coches comenzaban a flotar.
Tuvieron que agarrarse a una farola que aguantaba heroicamente. Ahí, entrelazando las manos al rodear el frío metal del poste, entendieron que ya daba igual de quién era la culpa. Poco importaba quién había olvidado el dichoso paraguas en casa; si acaso, a estas alturas, la piragua…, pero de eso no tenían, así que a nadie podía atribuírsele el pecado.
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