Dame nada, por favor

Nos pensamos como un ente cerrado, finito. Nuestra mente nos circunscribe a unos límites físicos. Sabes, o estás convencido de que sabes, que más allá de la epidermis ya no eres tú. Después de esa fina capa de piel que forma parte del órgano más pesado del cuerpo (cinco kilos en un individuo normal y cerca de nueve en el caso de un obeso pre mórbido como yo), ya estás el exterior. A partir de ese límite esta lo ajeno. Lo otro.

De acuerdo, la mente nos concibe así, pero nos han enseñado (¿programado?), diciéndonos que la materia se compone de partículas que ya no resultan divisibles a las que llamamos átomos y que estas se organizan en moléculas que se cohesionan entre sí, dando lugar a la materia como nosotros la visualizamos. También hemos aprendido que en la unión atómica conocida como enlace metálico, los electrones gravitan como locos alrededor de los núcleos atómicos, por tanto, la punta de una aguja hipodérmica, que divisamos como perfectamente puntiaguda, a nivel molecular es una forma tosca y llena de imperfecciones por la que se mueven alocados electrones, mientras que nuestra epidermis al mismo nivel no es ese mar rosado y ondulante que vemos, sino que son costras de piel que se desprenden de un fondo submarino irregular y lleno de suciedad.

Una aguja penetrando la epidermis no es ese acto limpio y controlado de penetración aséptica y posterior extracción de líquido, sino que es una bacanal de moléculas mezclándose unas con otras y en el momento de la inserción, ya eres tú con la aguja. Cuando ella abandona tu cuerpo lleva tu impronta, y en tu torrente sanguíneo, aparte del líquido que han inoculado, tienes pequeños átomos metálicos que se han desprendido de la nube que gravitaba el metal de la aguja.

Así es con todo: las sábanas sobre las que me apoyo se quedarán con restos biológicos de piel y pelo cuando me levante, al igual que yo incorporaré pequeñas fibras de tejido a mi ser. La simple humedad ambiental me puede traer pequeñas células de ese indeseable verdugo que me está drogando e incorporarlas a mi cuerpo. Mi verdugo vivirá en mí para siempre, o al menos hasta que lo expulse por algún esfínter o glándula, lo reabsorba y lo defeque o bien lo sude.

Las moléculas de pentotal sódico que me han inoculado en el torrente sanguíneo, me están haciendo volver a ese estado primigenio en el que te sientes parte de un plasma y estás en comunión con la materia. Lo llaman “estado alterado de la conciencia” y me estoy preguntando si la química que desdibuja los límites de nuestro recipiente, contribuye a crear más o menos consciencia de uno mismo. Desde luego, me prefiero como plasma etéreo, que como individuo consciente encerrado en una habitación. En qué grado soy consciente de ambas realidades, no lo sé.

Dejadme pues imaginarme como me plazca. Dejadme desdibujarme para hacerme de nuevo, porque la realidad que me habéis contado no me complace. Es un traje que no me habéis hecho a medida.

Parte de mi ser está viajando en las moléculas de dermis que han quedado adheridas a la aguja tras su incursión subcutánea, también llevan parte de mi capacidad de pensar y como entes pensantes, disfrutan del contacto suave de la nube de electrones que las está recorriendo. Están deshaciéndose en un proceso que ya es atemporal, junto con la propia aguja y junto con todo el aire que las rodea. Están deshaciéndose en moléculas, luego en átomos, perdiendo energía en el proceso.

En otro nivel más profundo aún, donde ya han transcurrido eones, hay neutrinos, bosones, fermiones, hadrones, etc…

Aún estoy lejos de siquiera imaginar la nada, aunque soy capaz de disolver todas esas partículas en una masa amorfa que no tiene dimensión ni es subdivisible. Es el caldo primigenio en un nivel mínimo de energía, donde ha transcurrido ya todo el tiempo disponible. En el mismo borde del límite infinitesimal y más allá del horizonte que intuías al imaginar el infinito. Ahí mismo, cuando el último movimiento se produce. Cuando se ha perdido toda energía y no hay mutación posterior posible a ningún nivel. En ese instante de tiempo infinito que me hace ser yo con el todo. En esa sopa donde ya no existe el yo y la conciencia es universal. Ahí mismo, en la nada más plena y consistente que siento con no sé qué sentido. Ahí, me precipito a mi presente.

Del todo a la nada aunque nos empeñemos con fruición en que es al contrario.

2 respuestas a “Dame nada, por favor”

  1. … ¿Dónde estabas tú cuando me daban clases de física y química…?

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  2. El roce entre el pensamiento profundo y pensar superficialmente. Siempre deja poso. Gracias.

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