Están lloviendo gotas.
Trece de Noviembre. Posiblemente el domingo más domingo en lo que va de año.
Un nuevo candado, esta vez espinado, en mi esternón. Con dos vueltas de más, aportando presión pero asegurando bien el contenido.
En esta novela gráfica de final abierto se eligió el final malo. El necesario, no obstante. Creo.
La imagen sobre la que se apoyan los créditos es la del héroe taciturno, con la cara marcada de por vida, fumando con la ciudad que juró proteger ardiendo detrás. ¿Yo? No, no fumo. Pero gracias. Ya tengo los pulmones y el corazón llenos de humo.
Ya no son engranajes, ya no son piedra, ya no son metal. Han cobrado “vida”. De la manera más lacerante posible. Aunque espero que mañana puedan ser vida de verdad, y no solo sangre circulante.
Me duelen las muelas de hacerlas combatir. Me cansa la vista de ser lluvia soleada.
Cuento mis costillas una y otra vez, para comprobar si por fin me han robado una para crear belleza.
Y nada.
Sigo entero. Sigo vacío.
La última calada me supo, al mismo tiempo, y peleando como dos imanes del revés, a la más dulce gloria y a la más sufrida de las derrotas. Ni siquiera me inspira. Ni siquiera me da una razón para buscar melancolía en el callejón que suele acogerme con brazos acogedores y sonrisa pícara.
La vuelta a casa más triste de la historia. De mi historia, al menos. De la que me quieren crear los escritores politoxicómanos que la dirigen. Son tronchantes, los hijos de puta.
Cuanto más pienso en la broma, más pienso en la gracia que tiene. Un balonazo en los huevos no hubiese dolido tanto, te lo digo. Lo malo de esta sitcom, es que las cosas no se arreglan mágicamente al final de cada capítulo. Mi apuntador se ha quedado sin palabras. Mi cerebro sin ideas.
El juego de luces ha sido pésimo esta semana. Algo de color no hubiera matado a ningún espectador.
No sé…
Quizá tampoco me hubiera matado a mi.
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