A a Alicia le era imposible discernir la verdad.
Tenía los ojos grandes, claros, algo separados. Las cejas, finas y altas, no los protegían. N si quiera el hueso que tenían encima podía evitar que el aluvión de datos que recibía a cada instante se filtrara un poco.
Veía por aquí, veía por allá. Su mente, rápida, procesaba toda esa información seleccionando lo más urgente para el día a día, la compra, el autobús, sus hijos. El resto de lo que había visto se almacenaba el algún hueco de la parte de arriba de su frente, en la región de la imaginación, del ensimismamiento, de las invenciones.
Se había equivocado ya unas cuantas veces. Bueno, le habían dicho que no era verdad, que no es lo mismo que de verdad se hubiera equivocado.
A veces soñaba con la palabra «verdad». Obsesión por si era cierto lo que percibía, por si podía provocar un holocausto nuclear al equivocarse. ¡Dramática ella!.
Así que tomó la costumbre de cuestionarse siempre.
Ante cualquier sensación de certeza se decía que no era verdad (otra vez la dichosa palabra), que tenía que encontrar pruebas científicas que corroboraran sus impresiones.
Acababa agotada, tanto, que decidió no volver a fiarse de si misma.
Contacto cero entre su visión y su mente.
Sólo un ratito al día, volvía Chez Marie. La cafetería de la cuesta, a la derecha. Allí se quedaba absorta, cerraba los ojos, y dejaba que todas las fotos de su mente se movieran a su antojo. Sonrisas, narices, ojos, miradas, cruces de brazos o dirección de los pies. Montando y desmontando historias.
Pero había más, tampoco tenía los oídos ni la nariz lo bastante protegidos como para filtrar tonos de voz o emociones percibidas. Orejas algo de soplillo y nariz con poco tono para oponerse a lo que entrara por ella.
Contacto cero entre el sistema límbico y el nervio óptico y su mente.
Cuestión de supervivencia.
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