Nací en Sotres de Cabrales, una pequeña aldea del principado de Asturias de poco más de cien habitantes, donde el cielo baja para acariciar las escarpadas agujas que allí pueblan los Picos de Europa.
En el tupido verdor de sus laderas menos agrestes, aprendí a pastorear el ganado bajo la mirada escrutadora y firme, pero amable, de mi padre. Su tenacidad y constancia unidas a la dureza del clima, forjaron mi carácter y mi físico haciéndome fuerte y resistente.
Mi padre era parco en palabras pero pródigo en ejemplos. Coherente hasta el extremo, jamás le vi una fisura entre lo que predicaba y lo que hacía. De una fortaleza extrema, sus manos ajadas apretaban con la fuerza de unas tenazas. Siempre insistía en que no le daban confianza las personas que saludaban dando un apretón de manos con poca fuerza.
- Me entran ganas de coger la mano y tirarla. – Decía cuando alguien le daba esa media mano que no podía apretar porque se venía abajo ante el huracán que le venía encima.
Jamás vi a mi padre perder la compostura. Cuando tenía que reconvenirme por alguna trastada, simplemente te fulminaba con una mirada sostenida que te desnudaba hasta lo más profundo. Nunca se me ocurrió evitar esa mirada porque sabía a lo que me exponía si lo hacía. Me enfrentaba a ella y a mi vergüenza a la vez y suplicaba para que aquello fuese lo más corto e indoloro posible. Si dabas un apretón de manos medianamente decente y mantenías la mirada, ya tenías a mi padre en el bolsillo, ahora bien: Aguanta tú esa apisonadora en tu mano y esos dos ojos penetrantes vaciándote la conciencia. No es que te lo ganases, es que si aguantabas esa prueba de fuego, ya habías trascendido a otro nivel. No era fácil aguantar esa mirada. No lo era.
Las largas tardes de invierno las solíamos pasar a la cálida luz de la hoguera, escuchando las historias que mi madre relataba o leyendo alguno de los libros que heredó de su madre. Mi abuela había sido una mujer inusualmente culta para su época y nos legó una extensa biblioteca que yo devoré ávidamente en mi infancia. Me leía libros que no entendía, pero los leía pacientemente. Una fuerza extraña me impelía a terminarlos, aunque me desconectase muchas veces de la trama o tuviera que acudir al diccionario en una de cada tres palabras. Había veces en que pasaba una tarde entera en una sola página porque la propia definición de un término contenía a su vez dos o tres términos ininteligibles, conformándose un inmenso árbol de bifurcaciones del que me costaba salir. Las más de las veces, tenía que dibujarme literalmente ese árbol y marcar la rama en la que me había quedado, para continuar al día siguiente, pero regresaba a ese nudo con fuerzas renovadas y conseguía salir de la maleza.
En mi edad adulta reflexioné mucho sobre aquella disciplina que desarrollé para ir despacio, pero seguro, en mi avance por los terrenos desconocidos del lenguaje. Nadie me dio indicaciones, nadie me insistió en que jamás me saltase una palabra que no comprendía. Yo sólo desarrollé aquella capacidad. Con el tiempo, mi disciplina auto impuesta, se convirtió en placer e investigaba sobre la etimología de las palabras. Me deleitaba en su musicalidad. Casi imaginaba su tortuoso viaje a través de la historia, viviendo cada inflexión que iba sufriendo en su avance por distintos territorios, acentos, sensibilidades o intenciones que la modelaban; la forjaban hasta la actual forma en que yo la contemplaba. Las palabras eran como las estrellas que se disponen ante ti en un inmenso lienzo de distintas épocas pasadas en una configuración única y fugaz. Una realidad que arrastra un legado y que muta inmediatamente dentro de ti, una vez que la has interiorizado. Cada palabra guarda un significado intrínseco que luego tú moldearás en función del grado de comprensión que tengas de ella. La palabra se hace única y especial para ti, al igual que el firmamento es una combinación única de distintas líneas temporales que sólo tú saboreas en el instante en que lo contemplas. Palabras y estrellas. Ambas te hacen brillar, no brillan ellas.
En los primeros años, leía, como ya comenté, al calor de la hoguera y bajo la tutela de mi madre, que pacientemente tejía, meciéndose acompasadamente en una hamaca de madera que emitía hermosas melodías al oscilar. Jamás me crucé una mirada con ella. Si yo la miraba, siempre tenía la mirada en lo que estuviese haciendo, pero todos sabíamos que no me quitaba ojo de encima. Esa presencia indetectable quizás fue la que me impelía a leer. Creo que jamás le di el lugar que merecía a mi madre porque ella era así, te lo daba todo, pero en la sombra. Así eran las madres de antes: todo para su familia y nada para ellas. Ni reconocimiento tenían.
Ahora te reconozco en mi, madre, y agradezco el tesón que me legaste.
Al ir creciendo, me aficioné a leer en la biblioteca, que la teníamos ubicada en la buhardilla; no podía estar en otra parte, tenía que estar en la buhardilla; el lugar más elevado de la casa donde sólo había libros y tres cuadros viejos, réplicas de “Le Tourangeau” de Juan Gris, “San José Carpintero” de Georges La Tour y “Santa Ana con la Virgen y el Niño” de Leonardo da Vinci.
Aquellos tres cuadros espoleaban mi imaginación, cobrando vida y nuevos matices con cada nueva lectura. Dirigía mi mirada hacia el de Juan Gris cuando terminaba alguna lectura sesuda, porque en aquella sucesión de imágenes de dos dimensiones que daban forma al ser humano que ocupa un volumen en el espacio, parecía haber una disección; una compartimentación del alma y saber humanos en pequeñas fracciones inteligibles para nuestro limitado cerebro. El saber es algo tan vasto que necesitamos trocearlo, nombrarlo y cuantificarlo para hacerlo digerible. Aún así, jamás abrazaremos la forma suprema, pensaba para mis adentros después de haber dado cuenta de algún pasaje de Platón, Séneca o los más recientes filósofos. Mucha filosofía devoré bajo aquel cuadro. Seguía con aquella tendencia a leérmelo todo aunque me pareciera incomprensible y así llegué hasta los textos más complejos, aunque como cualquier mortal, a Wittgenstein no lo comprendía. ¿Alguien llegó a hacerlo alguna vez o era una de esas rarezas intocables que convertimos en mitos por el sólo hecho de parecer sesudas? Así me consolaba, después del quincuagésimo cuarto intento.

Sin embargo, ese intento siempre inacabado de alcanzar la sabiduría, que tan bien plasmado quedaba en Juan Gris, parecía haber sido trascendido por Leonardo. Recordé haber estado en mi adolescencia en el Louvre e ir sonámbulo hasta encontrarme con aquel cuadro. Contemplándolo, me abstraje del bullicio que a mis espaldas formaba la marabunta que se arremolinaba en torno a la famosa Gioconda y me deleité en aquel pequeño formato que tantas cosas decía.
¿De qué forma comprendió Leonardo el misterio que a todos se nos escapa, para prestarle aquella expresión a los personajes? Me fascinaba por completo que tuvieran aquella mueca casi de cinismo en una escena tan bucólica. El paisaje a su vez también era irreal. Sentadas todas las figuras cerca de lo que parece ser un precipicio, pues no se ven figuras en el horizonte cercano, lo único que se ve es una cadena montañosa inmensa en el horizonte más lejano. Escena bucólica y placentera al lado de un terrorífico corte del terreno por donde cualquiera se podría precipitar y morir. No me podía parecer un símil más perfecto de por donde caminamos a diario: por el afilado filo que separa la locura más absoluta de la cordura que nos mantiene con los pies en el suelo.
Y como valor supremo, la madre que tiernamente separaba al niño de su destino, el sacrificio. Definitivamente Leonardo sabía cosas profundas que supo sintetizar con una maestría inigualable. Era el cuadro en el que depositaba la mirada después de leer a Wilde, Goethe o Bécquer y no me podía parecer más acertada aquella alegoría viviente que yo representaba de pie atónito contemplando solo el cuadro en el Louvre, completamente ajeno a una multitud enajenada que sólo quería una maldita fotografía de la Monna Lisa.

Por último, en el rincón más lúgubre de la buhardilla, donde apenas llegaba la luz durante un par de horas, cuando el sol andaba bajo aún en los meses de la incipiente primavera, la obra de arte más excelsa que a nivel pictórico jamás contemplé. Bueno, le podría conceder ese lugar también a la «Vista de Toledo» de El Greco que esta en el Metropolitan, pero no viene al caso ahora. La Tour, indiscutible maestro del claroscuro, había dejado allí plantado todo un prodigio de técnica y figuración. Me extasiaba durante horas simplemente contemplando cómo la luz de la vela que el infante tapa con su tierna mano asomaba por el delgado espacio que media entre los dedos. Me maravillaba viendo cómo el bermellón de la epidermis se inundaba de la luz que el niño tapaba para que no cegase…. ¿A quién? Ese gesto era artificial y sólo conseguía que la luz no llegase a nosotros, al espectador de la escena.
Aquel niño que contemplaba el misterio y cambiaría el devenir de la humanidad, en esa íntima escena nos ocultaba la llama que daba sentido a toda la composición. Así era nuestra compresión de las cosas: parcial, sesgada, incompleta…

Y ahora, recordando aquella primera mitad de mi vida, me daba cuenta de que la parábola que yo había interpretado viendo en solitario el cuadro menos admirado de Leonardo, justo al lado de la muchedumbre que quería ver la Monna Lisa, era una parábola mucho más amplia, pues cuando me dispuse impaciente a subir a la segunda planta, para ver el cuadro de Georges La Tour que tanto admiraba, me encontré en su lugar un letrero que decía: «Cuadro temporalmente cedido al Museo Metropolitano de Arte de Tokyo.»
El niño Jesús ocultaba la llama al espectador y el destino me birlaba la oportunidad de contemplar el original. Maldita parábola tocapelotas.
Recordé toda mi infancia y adolescencia con una riqueza de detalles inaudita, según me dijo el doctor. Aquella profusión de matices no era normal en una persona con amnesia. Bien es cierto que todos recordamos con ese detalle nuestra infancia y que somos más capaces de recrear un olor o una sensación de aquella época, aunque hayan pasado cuarenta años, que algo que nos aconteció hace sólo dos días. La repetición de lo trivial hace que nuestra memoria deje de almacenar patrones que ya son conocidos cuando en la infancia cualquier patrón es nuevo y excitante.
Sí, es cierto que así funciona nuestro cerebro, pero en personas con amnesia, es normal que aparezcan lagunas y yo recordaba todo el hilo temporal de mi vida, hasta más o menos los veinticinco años, sin ninguna discontinuidad. Con todo lujo de datos y detalles.
A partir de ahí, el vacío más aterrador. Le relaté que cumplidos los 18, me fui a estudiar a Oviedo y allí me doctoré en Ingeniería Industrial. Que en los años de sacrificio y desenfreno que conformaron mi etapa universitaria, conocí a una preciosa mujer de la que me enamoré perdidamente y que recuerdo hacer planes de boda con ella pero nada más.
A partir de los 25 aproximadamente años era incapaz de recordar nada. No sabía si me casé con aquella mujer y tuve descendencia. No recordaba en qué trabajaba o cuál era mi lugar de residencia. Todo cuanto me dijeran podría ser mi vida actual, no tenía impronta alguna de mi pasado más reciente.
¿Qué me iba a relatar el doctor a continuación?
¿Qué presente iba a pintarme?
¿Colmaría mis expectativas y sería una continuación lógica de la línea progresiva que venía manteniendo o habría rupturas inesperadas?
Y lo que más me inquietaba: ¿Tenía que aceptar ese presente por el sólo hecho de que me lo relataran o podría rebelarme contra él?
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