Logramos forzar el candado antes de que el guarda tuviera tiempo siquiera de hacer la mitad de su ronda. Tras la puerta se abría una especie de plaza interior octogonal con una puerta cerrada en cada uno de sus lados. Las paredes se encontraban plagadas de enredaderas que serpenteaban hasta llegar a un alto techo enrejado por el que se colaban tímidamente los rayos del sol. No parecía la salida; más bien daba la sensación de que, con cada paso que dábamos, nos hundíamos más en una trampa.
—Esto no me gusta —susurró el que había sido mi compañero de celda.
—El sentimiento es mutuo.
Todas las puertas estaban cerradas salvo por la que habíamos llegado. Inspeccionamos las paredes en busca de alguna manivela o pulsador oculto pero no encontramos nada de utilidad. Los minutos pasaban y, si mis cálculos eran correctos, pronto se darían cuenta de nuestra fuga y vendrían a por nosotros.
Entonces una voz nos llamó desde el techo.
—¡Tss! —Sonaba débil aunque cálida—. ¡Eh, pringados!
—¿De dónde carajo viene? —preguntó mi compañero.
—Del techo, pedazo de inútil —respondí. Miré hacia las rejas sobre nuestras cabezas donde una figura femenina nos observaba con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Quién eres?
—Tenéis poco tiempo —dijo—. Y como no os deis prisa, os van a acribillar aquí dentro.
—Muy alentadora. —Nos miramos fijamente; ninguno apartaba la mirada—. ¿Alguna idea?
Tras la puerta por la que habíamos llegado se escuchaban los pasos metálicos de los soldados.
—¡Joder, ya vienen! —dijo mi compañero situándose tras la puerta.
—Si tienes alguna idea, muchacha, es ahora o nunca —dije alzando la voz. Sonó más desesperado de lo que habría querido, pero la situación se nos había ido de las manos.
—Se me ocurre una —contestó entre risas—, pero es arriesgada.
—¡Vaya! —dije en tono de sarcasmo—, hoy me apetecía tumbarme a leer bajo la sombra de un árbol. —Hice una pausa pero el silencio se volvió demasiado dramático—. ¡Dispara, maldita seas!
Los guardias llegaron y empezaron a golpear la puertecilla de metal con lo que, intuía, eran sus hombros y piernas. Afortunadamente, pese a sus limitaciones psíquicas, mi compañero era corpulento como un toro y aguantaba el tipo bastante bien. La pregunta que se me venía a la mente era: ¿durante cuánto tiempo?
—¡No escucho ningún plan de escape! —dije desesperado.
—Ah, ¿entonces queréis que os saque de aquí?
—¡Sí! —respondimos al unísono.
La muchacha soltó una carcajada desde la altura.
—¡Muy bien! Pero estad atentos porque no me gusta repetir las cosas.
Deja una respuesta