Alicia llegó a su casa sin volver a ponerse los zapatos de tacón.
Apoyar toda la planta del pie, hacerlo de forma consciente, un raro placer que la centraba en el momento presente. Caminar descalza entre elementos fríos, asfalto, mármol, agua.
Era una mala persona. Lo suficientemente mala como para reconocerse en la persona con la que había hablado. Le importaba todo una mierda. Ahora sí. Ya no tenía que hacer nada más.
Al entrar se miró en el espejo, el pelo le quedaba bien, la humedad de la noche y la del bar le habían dejado los rizos de anuncio de champú.
Se tumbó en el sillón sin el remordimiento de tener que dar ejemplo. Se dejó el vestido rojo pero se quitó el puto sujetador que le aplastaba el pecho (no soportaba cambios corporales que conllevaban el cumplir años).
Dejó que todo volviera a pasar por su cabeza. La película de esa noche. Observándola. Diseccionándola. Dando al rewind para encontrar los detalles que le dieran la clave.
Vio cómo había sido el baile de acercarse o alejarse de ella. Cómo bebió lo justo hasta que los nervios le volvieron a jugar una mala pasada. Cómo la agarró del brazo para sacarla afuera y acallar su mala conciencia. Y como volvieron dentro.
Sintió que se había redimido. Como salir de un confesionario. Todo lo que ella misma se decía a menudo se lo habían echado en cara de la forma más dura y fría posible (como las superficies por las que le gustaba pasear).
Sufridora, sufriente e insufrible. Se paseó por los tres adjetivos. Se recreó en la fisiognomía de ella y se imaginó la suya propia, como en espejo.
Por fin había atravesado el cristal.
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