Cuando los exploradores llegaron, toda la aldea acudió a recibirlos. Hacía más de un mes desde que habían marchado y los rumores comenzaban a erosionar el sueño de sus familiares. Algunos de ellos, de hecho, se habían convencido a sí mismos de que sus padres, hijos o hermanos jamás volverían. Y no se les podía culpar. A veces, las malas noticias son preferibles ante la alternativa de la incertidumbre. Y la guerra se volvía más cruenta y menos benévola con cada día que pasaba.
Nosotros éramos un pequeño pueblo independiente a la Corona. Fabricábamos productos artesanales y subsistíamos a base de comerciar con ellos. A pesar de que nos habían ofrecido en numerosas ocasiones anexionarnos a un bando o al otro, siempre habíamos rechazado la idea. No nos interesaba ni la política ni sus guerras.
A pesar de las malas lenguas y del veneno que trae consigo el miedo, la espera había merecido la pena. Nuestros hombres traían los carros rebosantes de recursos y bienes exóticos.
A los exploradores los lideraba mi hermano, Duncan. Era el mejor guerrero de la aldea y muy querido por todos, especialmente por los jóvenes, quienes veían en él un ejemplo a seguir. Era un idealista y un idiota, pero la labor que realizaba por mejorar las cosas era intachable y traía consigo optimismo y esperanza.
El equipo, junto con mi hermano, caminaba a través de la avenida principal en un pasillo de vítores y aplausos. Sin embargo, Duncan logró verme entre la multitud sin tan siquiera tener que buscarme, como si fuera capaz de sentirme desde cualquier lugar. Hizo un gesto a su tropa y se desvió hacia mí.
—Yhey shallo, niña —me saludó y revolvió mi pelo con su áspera mano—. Te he traído algo.
Apoyó una rodilla en el suelo y, tras revolver un poco su zurrón, logró sacar un libro envejecido con la cubierta hecha de cuero negro y el simbolo de un enorme pajaro grabado en el lomo.
—Ma thagrash, hermano. —Significaba «muchas gracias»—. ¿Dónde lo encontraste?
—Te prometí un libro —respondió. Su mirada entonces se tornó lejana y fría y, evitando mi pregunta, añadió—: Cuídalo, ha costado más de lo que creerías.
Me tendió el libro y lo estreché contra mi pecho. En aquel momento no tenía ni idea, pero los secretos escritos bajo esa fachada inofensiva de cuero negro iban a cambiarlo todo y a ponernos en grave peligro muy pronto.
«Ha costado mas de lo que creerías», habían sido sus palabras.
No, todavía no habíamos pagado el precio.
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