Dios es cruel y vengativo. Ya no podemos acudir a los viejos dioses porque ni siquiera recordamos sus nombres, ni cómo invocarlos, ni cómo adorarlos. No sabemos qué hacer para escapar de esta catástrofe.
Sucedió hace poco menos de un mes. Una montaña de fuego cayó desde los cielos, devastando la capital de nuestro imperio. Nadie pudo escapar de la destrucción. Algunos jóvenes temerarios quisieron acercarse para intentar ayudar a posibles supervivientes. Más de uno se arrancó los ojos con sus propias manos. Otros, con mayor templanza, nos contaron con una voz rota lo que presenciaron.
Donde se alzaba la capital, la ciudad más grande y hermosa del mundo, con edificios de mármol y tejados dorados, ahora era un mar de fuego. Los bosques y praderas habían desaparecido para dejar paso a un terreno yermo. Llovía ceniza y nevaba sangre. De las ciudades más cercanas a la capital, repletas de vida y colores unas semanas antes, no quedaban más que humeantes ruinas grises. Y la gente… Oh, dioses. Se podían ver cadáveres que asemejaban estatuas ennegrecidas, congeladas en su último instante de agonía.
Desde nuestra aldea, a muchas jornadas andando de la capital, vimos cómo la montaña caía. A las pocas horas, lo que solo puede describirse como el grito de un dios, arrancó árboles de cuajo, tumbó nuestros edificios menos resistentes, hundió tejados… Aquel vendaval colérico se llevó a mucha buena gente.
¿Por qué? ¿POR QUÉ? Está claro que nuestro dios nos ha dado la espalda, igual que antaño le dimos nosotros la espalda a los antiguos dioses. No queda nadie lo suficientemente viejo para recordar sus nombres, para implorarles ayuda. Las cosechas han muerto, los animales han huido y el agua está envenenada.
Solo nos queda marcharnos o morir. Solo nos queda fortalecer nuestro espíritu y convertirnos en nuestros propios dioses.
Deja una respuesta