Para que no haya arrepentimientos, para que no haya confusiones, para evitar malos entendidos, para no vendernos mentiras; también para dejar que lo que siento fluya lúcido, puro y contundente, contamos con una fortuna. Sabemos que no se trata de amor. Al menos de ese amor infectado, agonizante que mueve el mundo; que aunque disponible para todos, sabe cobrar su cuota. Como prostituta en apogeo en medio de un batallón de soldados solitarios perdidos en la guerra.
Para no dar más rodeos, para que te quede claro, de una vez y por todas, déjame contarte una preciosa historia. Es corta, apenas empieza; pero es ya tan profunda que el mismísimo Cervantes podría tambalear en este intento… Cómo describir lo que no ves, lo que no oyes, lo que tú piel no siente?
Todo empezó una tarde de jueves en Madrid. Mentiría si dijese que te intuía. Sólo sentía el despiadado calor de un verano precoz que no perdona. No había espacio para nada más que ese sopor baboso que se me pega a la piel y al ánimo.
Sin embargo, una calma sutil, amorfa y transgresora se infiltró por alguno de mis rincones abandonados. En pocos segundos mi corazón y mi tripa supieron que estábamos juntos; mas como no sabemos sentir el instante, había que explicarlo y prolongarlo en un futuro. Así que yo, experto en argumentos, por no decir argucias, sentencié: escribiremos juntos!
Te observaba sin mirarte. Me tenías bailando entre el asombro y el encanto. Tú unicidad era distinta, o quizás no. Era una intuición con sabor a certeza. Mi alma lo sabía, aunque yo, disperso en tanto pensamiento, aún no lo captaba. Bueno, también es cierto que ni siquiera me lo preguntaba y justo allí empezaba lo distinto; no necesitaba conocerte. Algo que en general no es más que colgarle etiquetas binarias a cada persona que se te acerque. No, contigo era distinto. Me estorbaban los adjetivos.
Sin saberlo, sin proponértelo me liberabas de mis cuadraturas. Contigo no había palabras y sin embargo, yo, que soy la verborrea misma, noté que mi cerebro en vez de pensar, sentía; y mira tú, tampoco sabía lo que sentía. Tardé dos días en descubrirlo.
Aunque eras una más en ese universo de personalidades, había algo que me convertía en un satélite que gustoso giraba en torno a tu luz y sobre todo, en torno a tus sombras. Lentamente, como a cuentagotas, me vi invadiendo tus territorios sagrados; empecé a validar y convalidar tus miedos. Y eso me hacía sentir bien; no por conquistar tus predios, si no por un saber indefinible que solo puede ser mencionado desde el alma. Eras mi puerto, no para tirar mi ancla si no para elevar tus velas.
Un par de horas, o de minutos, más tarde, – que se vaya este tiempo lineal a la mierda -, hacíamos una ronda más de intimidades. Cada quien aportando lo suyo. Tú, aunque estábamos en círculo, te habías atrincherado en una esquina. Respirabas acelerada y confusa. En tus ojos cerrados se veía el miedo. Yo te abandoné a tu suerte, no porque no me importases sino porque la intuición me lo ordenaba. Necesitabas un poco más de ese pánico. Era la posibilidad de despojarte de tus armaduras cognitivas… Pero los círculos se cierran y te llegó el momento.
No pudiste darle forma a tus pensamientos, quedaste desnuda en tu vulnerabilidad. Te ahogaba un llanto represado con sabor a miedo, a desconcierto. Intenté contar tus lágrimas porque rodaban despacio, pero perdí la cuenta. Eran un grito solapado de quien ante tanto dolor, se rinde porque sabe que es la mejor alternativa.
Algo parecido a un relámpago, pero invisible, me partió en dos, o en mil pedazos, me pulverizó la razón; para mí fortuna. Me vuelvo a ver acercándome a ti, no para abrazarte sino para protegerte. Me arrodillé y puse mi cabeza sobre tu regazo. Sin palabras te dije muy claro: aquí estoy, mi reina; ser el pilar donde repose tu dolor me honra. Extendí mi brazo de forma reposada, como quien sabe que hace lo correcto, y estreché tu mano para dejarte muy claro que era cierto. Me quedé quieto sintiendo la violencia de tu corazón y la sorpresa del mío. No pude ofrecerte mi paz porque tu angustia se desbordó en mi pecho. Qué pena! Pero conectar siempre fortalece!
Por una eternidad desintegrada en unos cuantos segundos solo pude escuchar la sangre represada en tus venas y un silencio afilado en el ambiente. Nadie dijo nada… Te solté y regresé a mi silla, creo que con la cabeza gacha, no por vergüenza sino por asombro. No entendía, y aun no entiendo, lo que había sucedido; no obstante estaba seguro, y por completo, de haber hecho lo correcto.
Deja una respuesta