Integrando polaridades

Ser hombre ha significado siempre no ser 

femenino, no ser homosexual, no ser dócil, 

dependiente o sumiso, no ser afeminado, no 

mantener relaciones sexuales 

o demasiado intimas

con otros hombres, y, sobre todo,

no ser impotente con las mujeres”

Elisabeth Bandinter 

¿Soy menos hombre por ser homosexual? ¿Qué es ser hombre? ¿Significa comportarse como un macho? Como latinoamericano que soy, me remito al diccionario de español de México para la palabra macho: «Hombre que considera al sexo masculino como naturalmente superior al femenino, exalta las características tradicionalmente atribuidas a los hombres y pretende imponerse y dominar a las mujeres o demostrar su fuerza, su virilidad, etc, ante ellas u otros hombres». Si pensamos en un macho como el seductor implacable de mujeres; sí, soy menos macho. Si pensamos en un macho como la bestia acéfala que ataca porque no conoce otra forma de ubicarse en el mundo; sí, soy menos macho. Ahora, si pensamos en un macho como el hombre que tiene la valentía de reconocerse vulnerable, que supera sus miedos, que confía en sí mismo y se atreve a mostrarse al mundo con decisión, tal y como es; entonces soy muy macho. 

Me hace sentir bastante bien poder decir que soy muy macho. Sin embargo, esas cualidades que describo arriba, tales como reconocerse vulnerable, superar los miedos, confiar en uno mismo, mostrarse al mundo tal como uno es; no son cualidades exclusivas del género masculino. Muchas mujeres también las poseen. ¿Qué sucede entonces? Pues que son características de todo ser humano que quiera desarrollarlas. ¿Y por qué me hace sentir bien decir que soy macho? Porque a pesar de mi desarrollo personal, a pesar de mi homosexualidad, sigo siendo machista. Me preocupa, por ejemplo, ser afeminado, me preocupa la pérdida de mi virilidad entendiéndola como disfunción eréctil y me preocupa perder masa muscular, entre otras cuestiones que también preocupan al resto de hombres. 

Muchos hombres hemos sido o somos víctimas del machismo. El machismo no ha sido un lastre exclusivo para las mujeres; la presión cultural afecta a ambos géneros. Las mujeres tenían que ser sumisas, dulces, maleables, recatadas, sexuales sólo para tener hijos, soportar el maltrato ya sea psicológico o físico, aceptar su destino, estar a la sombra de un hombre y un sinfín de atributos que reforzaran su condición de inferioridad frente a los hombres. En mi opinión, ellas ya han logrado liberarse de la estigmatización gracias a la contundencia del movimiento feminista. Para el caso de los hombres, me atrevo a decir que la presión sigue vigente, disminuyendo, pero todavía muy fuerte. Tenemos que ser decididos, aguerridos, impetuosos, intrépidos, dominantes, exitosos, cerebrales, evitar cualquier manifestación de suavidad y dominar en el sexo. En mi caso en particular, como homosexual, tengo además que cargar con la angustia de que se me note la pluma, que no es más que tener ademanes o comportamientos femeninos que denotan inferioridad.

Si no creyera que la homosexualidad es una condición con la que se nace, diría que mi padre me programó para serlo. La frase que más escuché de él cuando era un crío fue: «Este muchachito siempre está llorando, seguro que va a ser marica». Él también era víctima de un estereotipo machista: los hombres no lloran, los hombres atacan, los hombres tienen que ser autoritarios.

Cuando tenía seis años nos mudamos a vivir en Cartagena de Indias, ciudad sobre el océano Atlántico, donde existía un profundo rechazo social por las personas que provenían de Bogotá. La animadversión por nuestra etnia se manifestaba de forma especial en el ámbito escolar. Mi hermano mayor, por ese entonces con trece años, resolvió cargar una navaja en su bolsillo para amenazar o defenderse de las agresiones de sus compañeros de clase. Yo, con siete y que de valiente no tenía sino la capacidad de encajar humillaciones y atesorar miedos, no sabía defenderme; callar era mi respuesta. Tuve la fortuna de ganarme la protección de un compañero de mi clase, once años mayor y que siempre me acompañaba cuando iba a los orinales para mostrarme su pene vigoroso y para preguntarme si me gustaba; a lo que yo invariablemente respondía que sí No recuerdo si en verdad era así, pero con seguridad la respuesta me aportaba beneficios; él era mi guardaespaldas en esos momentos específicos y, gracias a su compañía, al menos podía orinar tranquilo. No me atrevía a contar en casa el maltrato emocional del que era víctima, mucho menos a hablar de mi protector. Ya había aprendido en casa que los hombres ni se lamentan, ni se dejan maltratar, ni tampoco necesitan protección. 

Un día mi padre llegó a casa con guantes de boxeo, le pasó un par a mi hermano mayor y le dijo: «Las navajas son para los criminales, aprende a atacar como un caballero». Les observé emocionado, vislumbré una posible solución a mi problema de intimidación en el colegio y, en mi deseo de ser como ellos, le pedí a mi padre que me enseñara también a mí. «Me parece muy bien», dijo y agregó: «Es bueno que aprendas a ser hombre desde chiquito». Me puso los guantes, me dio un par de instrucciones y me pidió que lo golpeara. Yo, enclenque por naturaleza, caí cuando él me dio el primer golpe y, como de costumbre, empecé a llorar. Me levantó enfurecido, me dio una patada en el culo y espetó: «¡A ver si aprendes a ser macho como tu hermano! ¡Y ahora te vas a tu cama, mariquita de mierda!”.  Nunca aprendí a boxear, ni a defenderme; mucho menos a ser un macho como ellos. Aprendí, eso sí, a coleccionar agravios en casa, en el colegio y en la calle. Seguí atesorando cualidades que en ese entonces se catalogaban como femeninas.

Cuando tuve mi primera experiencia homosexual no hubo sorpresa alguna. Fue como haber confirmado los vaticinios de mi padre. Sabía que era algo más de mí que tenía que ocultar y empecé a cavar los cimientos de una vida doble que llevaría por muchos años. En esa época, final de los años setenta, un homosexual con una vida abierta, en pareja, con hijos, era algo impensable. Salir del armario no me resultó especialmente difícil, ya desde niño me había acostumbrado a los ataques verbales. No le temía al qué dirán. 

Sin embargo, me tomó muchos años aceptar las implicaciones que tuvo para mí ser homosexual fuera del armario. Además de sentirme menos hombre y de cargar con la frustración de no ser padre; sufrí el lastre de dos tipos de homofobia: la primera, los ataques verbales, las amenazas —si no haces lo que te pido le cuento a la gente lo que eres—, los chistes en los que somos mujeres, o estamos pidiendo o implorando que se nos penetre y; la segunda, la homofobia disfrazada. Para aclarar esta última citaré una situación específica a manera de ejemplo. Cuando se me pidió ser el padrino de bautismo de una sobrina pregunté a sus padres por qué me escogían a mí y la respuesta fue bastante bonita: «Porque queremos de, de faltar nosotros, la niña crezca guiada por alguien con tu rectitud y calidez humana. Yo insistí: «¿Y si, dado el momento, estoy conviviendo con un hombre? …Un corto silencio… «No nos pidas tanto, bastante es que te aceptemos con “eso”. Sin embargo, creo que la peor homofobia es la interior. Como lo he dicho, aunque salí del armario, no me aceptaba; es más, quería ser heterosexual. Las barbaridades que cometí debido a esa frustración son el tema central de mi novela Ser marica es para machos

No aceptaba mi homosexualidad ante todo porque era el impedimento para ser un padre presente e involucrado en la crianza de sus hijos, pero finalmente logré liberarme me mi obsesivo instinto paternal. La última mujer –no soy bisexual– con quien me acosté tuvo un retraso en su menstruación; por ende, me vi ante una posible certeza de ser padre y, al ver lo poco que tenía para ofrecerle a un hijo o hija, me emancipé por completo de esa fantasía mórbida de convertirme en heterosexual. ¿Por qué digo que tenía poco para ofrecer? Porque creo que los hijos aprenden de lo que ven, no de lo que escuchan. Y yo, además de una buena situación financiera y una infinita ternura, sólo tenía para ofrecer una vida de fango, llena de incongruencias, de odios reprimidos, de autodestrucción y de engaños. 

Ya liberado de la frustración que me ocasionó mi homosexualidad, me enamoré de un hombre por quien me vine a vivir a Holanda. Así se inició, por primera vez sin angustia, mi nueva vida como un homosexual completamente fuera del armario.

Descubrí que el hecho de que la homosexualidad fuese aceptada legal y socialmente poco me servía para sentirme mejor como persona. Me faltaba aceptarme tal y como soy, y esto es algo más grande y complejo que la sexualidad. Para aceptarme, tenía que conocerme y eso requería la valentía de mirarme sin engaños y de responder preguntas esenciales. ¿Qué es ser hombre? ¿Qué es ser macho? Macho no podía ser igual a “muy hombre” puesto que veía a muchas mujeres con los mismos valores, o quizás más, que cabían en mi percepción de macho. Así que empecé a buscar en qué consistía ese concepto y para ello tuve que girar hacia atrás, hacia el pasado y, en este caso, me refiero al de la humanidad en sí misma.

Los conceptos macho, hembra; masculino, femenino;  surgen desde el inicio de la propia evolución del homo sapiens. Biológicamente estamos diseñados para vivir en torno a una estrella, el sol. Aquí surge la primera dualidad: luz, oscuridad; día, noche. La luz significaba seguridad porque los machos podían ver el camino, salir a cazar, a recolectar frutos; la oscuridad significaba miedo, los hombres no podían ver los peligros potenciales, eran más vulnerables a los ataques de otros animales. Nuestra biología se concentró en aprovechar el día y sobrevivir a la inseguridad de la noche. De esta forma se forjó una cosmovisión que ha determinado el transcurrir religioso y filosófico de la humanidad: la búsqueda de la luz y la evasión de la oscuridad. El cielo es luz, el infierno es oscuridad. El macho trabajaba con la luz, cazaba, traía la comida, descubría el mundo, desarrollaba armas que mejoraban la calidad de vida; la hembra dependía del macho, permanecía en la caverna, cocinaba, paría y nutría a sus hijos. Así nace en nuestro subconsciente colectivo la falsa idea de que lo que hacen los machos es superior a lo que hacen las hembras.

Esa diferenciación drástica y jerárquica de roles fue fructuosa, pues garantizó la continuación y desarrollo de la especie. Fue una excelente herramienta para sobrevivir, pero nuestra sociedad ya no necesita esos esquemas mentales. No obstante, nuestro cerebro no avanza, ni de lejos, a la misma velocidad que la sociedad. A pesar de nuestro desarrollo histórico, de todos los avances sociales, de la mejora en cuanto a calidad de vida, seguimos siendo bastante cavernarios. Es por eso que esa división radical de roles entró en crisis, pues ya no era necesaria. Con el surgir del feminismo, se deconstruyen todos esos prototipos socio culturales. La mujer se apropió de roles que eran tradicionalmente masculinos y los hombres caímos en una crisis de identidad: «Si ya no soy indispensable en mi función de macho, ¿quién soy?». 

La esencia de la crisis de identidad surge por nuestra marcada tendencia al pensamiento excluyente. Aunque el mundo, la naturaleza y la humanidad están conformados por características que llevan en sí una polaridad diferente —protón y electrón, espermatozoide y óvulo; verano e invierno; noche y día, luz y sombra—, hemos pensado desde el inicio de la evolución de nuestra especie que, frente a esas polaridades, se debe escoger: o es esto o es aquello. Vemos al mundo a través de una lente que contrapone polaridades energéticas porque nuestro cerebro carga todavía con la polarización surgida en la época de las cavernas. Seguimos pensando y valorando la realidad con un esquema binario; para este caso, masculino o femenino. Nuestro cerebro apenas empieza la fase de aprendizaje de un sistema de esquemas mentales incluyentes: es esto y es aquello de forma simultánea o complementaria. Para algunas de las polaridades mencionadas anteriormente podría afirmarse que, por ejemplo, el átomo no puede existir sin la interactividad del protón y el electrón; que la razón de ser de un espermatozoide es fecundar un óvulo; que el final del verano es un lento inicio del invierno; que la sombra no puede existir sin la luz. Como se puede ver, estas polaridades, que creíamos excluyentes, en realidad se complementan, se necesitan o no podrían existir la una sin la otra. ¿Qué sucede entonces con el caso de masculinidad y femineidad? 

Nuestra historia está marcada por períodos de tiempo con algún rasgo específico: la revolución industrial, la tecnológica, la científica; y para el tema que nos ocupa, la más importante: el movimiento feminista, porque desintegró por completo la percepción cavernaria de que lo masculino es superior a lo femenino. Ahora se acepta que estos conceptos, aunque cargan polaridades distintas, son complementarios y se necesitan el uno al otro. A partir del momento en que las mujeres salen al mundo a tomar roles anteriormente concebidos como masculinos, empieza la desestabilización de una de las instituciones más valiosas para la humanidad. Me refiero a la familia. Las mujeres se elevan al nivel de los hombres; salen a trabajar, se independizan financiera y socialmente. Se acaba el estereotipo de la hembra sumisa cuya función era parir hijos, criarlos y cuidar de la casa; ya no vale el «tu futuro es casarte y tener hijos»; se acaba el «unidos para siempre»; «ésa es tu cruz, tienes que cargarla». Ahora la norma es: o funcionas o te largas; o mejor aún, yo me largo. Surgen las madres solteras por opción propia, desde el convencimiento de que no necesitan un hombre para conformar una familia; también las mujeres que no desean casarse y, aún más lejos, aquéllas que, de los hombres, sólo desean sexo. En definitiva, la mujer se equipara con el hombre, la estructura familiar clásica tambalea y con ello la estabilidad de la sociedad. Pero bueno, ¿qué sucede con el hombre?

De manera muy simplista me atrevo a decir que las mujeres se liberaron del machismo, pero nosotros no. Aunque pudiese parecer un paradigma, los hombres hemos sido víctimas del machismo. Desde nuestro hogar se nos ha inculcado la importancia de ser varoniles, concepto que resume una serie de características como ser dominantes, invulnerables, no emocionales, autoritarios, seductores, libertinos, infieles. Y en la actualidad ese conjunto de valores es anacrónico, ya no cumple su función. Estamos afrontando una crisis de identidad social e individual. Si ya no valemos como el macho dominante, ¿dónde yace nuestra valía? 

Pienso que la respuesta puede estar en una salida que propone la psicología humanista apoyada en varias disciplinas científicas y filosóficas. Estas dos corrientes del saber se están acercando a pasos acelerados. Ahora nos encontramos con un movimiento que, aunque apenas nace, ya deja entrever una nueva manera de usar algunas ramas de la ciencia como un sistema de conocimientos orientados a mejorar el nivel de vida en el ámbito psicológico y a darnos herramientas que nos acerquen a la eterna búsqueda de la felicidad. Es el caso, por ejemplo, de la neurobiología, que asevera que somos la interacción de cerebro, corazón e intestinos; el corazón y los intestinos tienen neuronas, los intestinos son el mayor proveedor de endorfinas —la hormona de la felicidad—; el cerebro genera emociones -una emoción es literalmente una reacción química a un estímulo, ya sea externo o interno-. Así pues, no es corazón o cerebro; es corazón y cerebro. Paralelamente, en la psicología moderna, se habla de Inteligencia Emocional que, en pocas palabras, es la capacidad de entender y gestionar nuestras emociones y las de nuestro entorno. Para hacer dicha gestión de las emociones es imprescindible integrarlas, aceptar que tenemos emociones placenteras como la alegría y emociones no placenteras como el miedo y que, aunque opuestas, habitan simultáneamente en nuestro interior. Una vez más, se trata de unir, no de escoger. 

Creo que contactar con las emociones y acoger lo «femenino» que todos los hombres tenemos es el gran reto y será la gran revolución masculina de este siglo. Dado que lo emocional siempre se ha asociado a lo femenino; permitirnos, como hombres, aceptar que tenemos un alto componente emotivo, es el primer gran paso para vivenciar la integración de polaridades que antes veíamos como excluyentes. Se trata de integrar cualidades intrínsecas al hemisferio cerebral derecho como, por ejemplo, la intuición, la empatía, la imaginación, la diversidad, el pensamiento holístico; con las del hemisferio izquierdo como el pensamiento selectivo, lógico, preciso, temporal, cuantificable, entre otras. 

Se trata de estar abiertos a ambas posibilidades. Tanto la ciencia como la filosofía aceptan en la actualidad que no se trata de escoger sino de integrar: que es esto y es aquello, de forma simultánea.

Así pues, nuestra valía como hombres no está en el sumatorio de características que puedan diferenciarnos de las mujeres. A excepción de las diferencias morfológicas y fisiológicas, somos entidades energéticas con las mismas polaridades; algunas más desarrolladas en un género que en el otro como consecuencia del proceso evolutivo de la humanidad. Por ende, no podemos seguir con ideas obsoletas como, por ejemplo, la de que los hombres somos cerebrales y las mujeres emocionales. Tanto hombres como mujeres tenemos ambas características; somos racionales y emocionales; quizás en mayor grado de desarrollo de una de las dos energías, dependiendo, además de la evolución, de circunstancias históricas, sociales e individuales. Tanto el desarrollo de nuestra especie como el desarrollo individual están centrados en la integración de todas las polaridades que podamos encontrar en el ser humano. Aquí yace nuestra valía. No en desarrollar lo «masculino» (y lo enmarco con comillas) porque creo que es un concepto que, en nuestro momento histórico, ya no puede existir sin lo «femenino». Todos tenemos la posibilidad de ser suaves y fuertes, dominantes y condescendientes, lógicos e intuitivos, románticos y pragmáticos, tiernos y sexuales, asertivos y empáticos, tenemos la capacidad de concentración y a la vez la dispersión inherente a la mente humana, queremos hablar y podemos escuchar. En fin, un largo etcétera que dejo que cada quien se plantee.

Partiendo de este planteamiento, concluyo diciendo que no se trata de masculinidad o femineidad. Esta será una gran revolución en el siglo XXI: Los seres humanos somos la interacción de lo masculino y lo femenino.

  1. Palacio Jiménez, M (2017) Ser marica es para machos. (España) Editorial Chiado.  

2 respuestas a “Integrando polaridades”

  1. Maravilloso!!
    Se trata de integrar, de buscar el equilibrio entre esos dos polos, pues ambos somos también nosotros, y esa integración se logra con el AMOR a nosotros mismos y a los que nos rodean, allí está ese centro de equilibrio que todos deseamos encontrar.

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  2. Gracias por tu comentario Hanna. Sí, en definitiva
    se trata de integrar, no de escoger.

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