¿Una última vuelta?

Y en ese momento fue cuando vendí mi último billete, y no fue uno cualquiera, uno de larga distancia a una pareja de novios que irradiaban una alegría y un amor que era fácil de identificar. También es verdad que la edad ayuda a que todo sea nuevo y emocionante, quien lo pillara sabiendo lo que sé ahora y todo lo que he vivido y visto.

La verdad que para trabajar en el mundo ferroviario no tenía ni la menor idea del funcionamiento de un tren, del cambio de agujas o, simplemente, de la velocidad que podría coger uno u otro modelo de última generación, pero, eso sí, pregúntame horarios, destinos, cantidad de coches, número de viajeros… y otro largo etcétera relacionado con la gestión de los viajeros.

La estación estaba fría, bueno, la “pecera” la sentía fría. Tras vender ese último boleto, todo sería tiempo libre para mi familia, para mis nietos, para ver obras, ver trenes o para poder llevar a cabo sin prisa y con más insistencia mis hobbies.

La jubilación es un premio y, en ocasiones, un castigo. Pasas de sentirte útil de alguna manera para todo, a simplemente ser un arma política para conseguir votos por unos y por otros, pero que, en realidad, ya te consideran fuera de la sociedad en muchos aspectos, aun teniendo sabiduría, fuerza y tiempo para poder seguir dando de qué hablar y enseñar a las generaciones venideras. Al menos este era mi caso, me sentía relativamente joven y formado, con mucho que transmitir a los nuevos compañeros que se iban incorporando a la contrata actual, que la verdad mucho dejaba que desear con los tipos de contrataciones y condiciones que les daban.

Me despedía uno por uno del único compañero que quedaba a mi lado, después del jefe de estación que acudió para darme un abrazo, aunque no éramos muy amigos, el respeto entre ambos se ganó en el día a día durante los últimos 8 años que coincidimos.

Acabadas las despedidas, me senté en un banco al final del andén a esperar el tren que me iba a llevar 4 paradas más allá, donde residía desde hace más de 25 años y donde me esperaría mi mujer, mayor que yo y ya jubilada hace varios años. Ella lo llevó bastante bien, digo esto de la jubilación, trabajó como arquitecta en una empresa española que fue de más a menos, haciendo la vida imposible en los últimos años a los más antiguos, así que, en su caso, la jubilación fue casi una bendición, pero yo no era capaz de verlo así.

He visto desde mi butaca corazones rotos, familias de vacaciones, chicos que se iban a la mili, chicas que se iban a ver a sus “quintos”, parejas fieles durante lustros, parejas infieles durante décadas, opositores, chavales que empezaban a trabajar o a estudiar y han crecido delante de mis narices haciéndose mujeres y hombres de provecho, o eso quería yo pensar, que iban acompañadas de sus padres y, en algunos casos, ahora son los padres los que eran acompañados por sus hijos, paradojas de la vida y como diría mi padre, la vida es eso.

Seguía sentado en ese banco dejando pasar varios trenes, mi cuerpo quería irse, pero mi corazón permanecía allí. Me fijaba en detalles que antes no miraba como la forma de los coches o el tamaño de los mismos, ¡qué cosa más tonta!, a estas alturas, después de toda una vida trabajando para y por el ferrocarril.

Supongo que la nostalgia y el miedo a enfrentarme a mi nueva vida, y firmar mi sentencia hacia un pasillo que sólo lleva al lugar que todo Cristo acaba yendo, me daba pánico.

Alguna lágrima debió caer por mi rostro sin darme cuenta, cuando un chico joven de unos 20 años se acercó a mí, después de retirarse un auricular del oído y me preguntó si me encontraba bien.

Elevé mi mirada un poco, y vi un rostro familiar en él. El joven sonrió y me ofreció un pañuelo de papel, que acepté gratamente.

Le comenté que era mi último día de trabajo y estaba un poco desconcertado, respondiendo el joven a ello, diciéndome “¡Qué casualidad! Yo voy a mi primera entrevista de trabajo después de acabar la carrera”. Sonreímos y le agradecí el detalle de preguntarme y el entregarme ese pañuelo.

En ese momento, entraba un tren a la estación y aproveché que el joven iba a subir para entrar con él. El chico se sentó conmigo y me estuvo hablando varias paradas de lo que había estudiado y de lo nervioso que estaba ante esa oportunidad de trabajar por primera vez de lo que había estudiado.

Lo más gracioso, fue cuando le comenté que si en esta ocasión no le iba a acompañar su padre. Se quedó con los ojos abiertos, y me indicó, de una forma graciosa mientras se atusaba el pelo, que ya era mayorcito y que era una cosa que tenía que hacer solo.

Y boquiabierto le dejé, cuando le conté que esa misma frase la dijo hace años a su padre cuando iba a la universidad por primera vez y le dejó sentado en el mismo banco que yo estaba hace unos minutos.

El joven intrigado empezó a tirarme de la lengua y estuve un buen rato hablando de todas las veces que su padre le había acompañado hasta la estación, las que había ido corriendo para llevarle alguna cosa que se le había olvidado o simplemente se había quedado afuera hasta que cogiera el tren sin saber que se encontraba allí.

El chico empezó a emocionarse como un niño pequeño, pero me indicó que tenía que bajarse en la siguiente estación para coger el Metro, que aún le quedaban otros 15-20´ hasta la empresa que le había citado ese día.

Le ofrecí mi mano para estrechar la suya con suficiente firmeza, como para darle todo mi apoyo y fuerza en esa nueva andadura.

Se bajó del coche y sacó su teléfono móvil. Quiero pensar que fue para llamar a su padre, que seguro le acompañó desde una distancia prudencial hasta la estación sufriendo sus mismos nervios y sus inquietudes como había hecho todos estos últimos años.

Volví de mis pensamientos y me di cuenta que me había pasado varias paradas de mi estación, me fui a bajar, pero algo dentro de mí me dijo “¿Una última vuelta?”.

Una respuesta a “¿Una última vuelta?”

  1. Que bueno, el relato desprende ternura

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