Los sábados abría el restaurante más prestigioso del barrio. Estaba pensado para los comensales que no podían permitirse ir al Can Roca o al DiverXo. Andrés, el chef, era igualmente genial cocinando y poniendo nombres a los platos «de los de las estrellas Michelín». Fue cocinero en uno de esos restaurantes de lujo hace tiempo y siempre le impresionaba la capacidad que tenían los chefs para poner poesía a platos, según él, «facilones».
—Te lo juro. El tío miraba el plato concentrado, como si invocara a una diosa de los nombres o algo así, y decía «este plato se llamará pedo de bisonte». Y hala, se quedaba tan ancho.
Todos reían sus ocurrencias. Andrés no tenía apenas menaje, pero siempre daba el punto justo de sal y de fuego.
Miguel, el camarero, caminaba como en un desfile de modelos entre los comensales. Servía vino para todos mientras esperaban los platos.
—¡Unos buñuelos de viento, por favor!
—Sí, ¡cómo no!—respondía alegre Miguel.
—Yo tomaré la tarta de ruina.
—¡Marchando una de ruina!
—Para mí el helado de fango.
—Excelente elección, señores, en seguida vuelvo.
El camarero dio la orden a cocina. El chef se puso manos a la obra. ¿Buñuelos de viento? Andrés calentó al fuego las croquetas caducadas y con un punzón les hizo un agujero en el medio.
—¡El viento llena la barriga!
Ahora, la tarta de ruina. Una lasaña que había encontrado casi intacta en la basura del Lidl. Le hizo un tejado a cada plato con zanahorias cocidas al vapor, cuidadosamente colocadas.
—¡Aquí vive la ruina!
Y para el postre, por supuesto, el helado de fango. Se dirigió a la esquina donde nunca daba el sol; allí guardaba las cosas que quería «congelar». Seleccionó el caldo de pollo deluxe gourmet, todavía recubierto de escarcha. Lo calentó unos segundos para poder manejarlo y le añadió una salsa caliente de algarrobas y una reducción de vino para darle el color del barro.
—¡El barro es testigo de nuestros pasos!
Los comensales se calentaban en la hoguera y bebían esperando. Era un restaurante de mil estrellas: se comía en la calle.
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