Unos buñuelos de viento eran todo lo que llevaba en las manos. Supurantes de una crema que parecía prometer juegos casi eróticos a lenguas y paladares. No pudimos evitar clavarles la mirada desde que entraron en la sala. Mientras tanto, el hombre que los llevaba atravesó el pasillo hasta el final, subió los cuatro peldaños de las escaleritas, saludó tímidamente a quienes allí estaban y se situó donde le tocaba: entre el trombón, la tuba, la trompa, las trompetas y la flauta travesera. Aun en silencio, la directora se encogió de hombros y, sin mucho convencimiento, levantó la batuta para que surgiera la música.
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