En contra de lo que se podría pensar, cuando la cabeza es separada del cuerpo, sus miembros se siguen moviendo. Y es sin ojos y sin cerebro, como el cuerpo mira hacia su propia cabeza, quieta en el suelo, conviniendo tal vez que ya no la necesita, que se trata de una metamorfósis celebrable. El paso adecuado de su evolución natural. Pero no es esta transformación lepidóptera la que está sufriendo. Es la extinción. El cuerpo sigue andando hasta que da con el obstáculo más cercano y poco después cae aturdido con un golpe sordo. Con el tiempo es devorado por las alimañas y parásitos locales. Sin cabeza, el cuerpo es vano.
He sido profesor en la universidad más de cuarenta años y mi departamento, mis alumnos… Más bien debería decir, el departamento que dirigía y los alumnos a los que impartía clase, parece que no notan mi ausencia. ¿Ese de ahí no es mi último Cum Laude? En fin. Estoy en las referencias bibliográficas e incluso me han dedicado una insignificante sala de estudio con mi apellido, Torregrosa pone. Tienen todos unos gorritos estúpidos. Creen que así pueden separar la cabeza del cuerpo. Hablan conmigo como con un muerto. Como en una de esas etapas de amigo imaginario.
Mi sustituto, un idealista heideggeriano, quiso montarme esta suerte de abanderillada y molesta fiesta de despedida. Pero yo no veo dónde está la fiesta aquí. El cuerpo tiene los días contados. Aunque por otro lado veo, qué veo, ponche de frutas, y ahí veo un poco de empanada de atún. Tal vez pueda acercarme y alcanzar un trozo. Tal vez el cuerpo está alimentando a la cabeza en sus últimos días.
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