Me rodean rascacielos en la ciudad inabarcable. Camino por la inmensa avenida. Las distancias me tensan como si quisiera recorrerlas todas a la vez. Es de noche pero hay gente y coches a todas horas, como si nunca fuese a llegar mañana. La ciudad sigue en pie, sin apagarse. Un continuo estar despierto, alerta al acontecimiento, a la rutina entrenada y estresante.
A medida que recorro el asfalto, voy adelantando luces, escaparates activos, locales abiertos, personas que ocurren, historias que viven. Me adentro en la ciudad como en una selva, con sus ruidos y olores nuevos o manidos. Intercambio palabras cada vez más autómatas y continúo con el ritmo que marca el mercado. Abandono miradas por los mismos edificios que decoran mis paisajes habituales y converso con ellos en silencio.
A medida que este paseo se repite en mi horizonte pasado y futuro, y mi mente lo recuerda y lo espera, entre la inmensidad de la noche vasta y el espacio habitado y conocido, se dibuja en mi subconsciente una sombra. La idea de otro escenario, más sencillo o diferente, de otro bosque que cobije mi existencia y la proyecte desde otra perspectiva. Un lugar donde encontrarme conmigo misma. Entonces, cierro los ojos y aparece.
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