El del libro y la del podenco

Josué no podía aguantar más el calor de su casa y bajó al restaurante de su bloque casi sin hambre. Se sentó en la terraza, pidió una jarra de cerveza fría, abrió su libro y apagó el mundo. Hacía tanto calor que no quería ni comer, pero encargó algo por vergüenza. Lo pediría después para llevar y se lo desayunaría al día siguiente. Su plan no tenía lagunas.
        O eso pensó.
        Marina no podía aguantar más tiempo sola en su casa y bajó al restaurante de su bloque con su podenco, Eliseo. El perro ya había salido cuatro veces ese día, pero siempre le parecía buen plan salir: era un podenco. La camarera la saludó amablemente y le preguntó si quería una mesa para ella sola.
        —Para nosotros dos —dijo Marina mirando a su podenco.
        La camarera lo interpretó como un chiste y la situó en una mesa con una sola silla. Pero Marina no había bajado a comer a un restaurante para seguir estando sola, así que se fijó en un hombre más o menos de su edad leyendo un libro con una cerveza mediada. Pensó que sería un hombre muy culto y con mucha conversación, porque nadie leía libros desde hace años. En realidad le hubiera dado igual que fuera un asesino en serie, necesitaba hablar con alguien.
        —¿Te importa si me siento aquí? ¿Estás solo?
        Josué levantó la mirada a cámara lenta, como acabando de leer alguna frase. No le dio tiempo a contestar. La camarera, la misma de antes, le dijo a Marina que no podía hacer eso, que ya le había dado mesa y que no podía ir asaltando comensales. Entre ellos, en otra mesa, una mujer y dos barbudos se reían componiendo haikus encadenados. Pararon de hacerlo para observar la escena y Marina se fue con la pena entre los hombros —y Eliseo con el rabo entre las piernas— a la mesa que le habían dado con una sola silla.
        Josué volvió a su libro, impasible ante los olfateos del podenco, las risas de los que hacían haikus y ajeno a un gato que buscaba la forma de aprovechar la comida que estaba dejando en el plato.
        Marina entró al  local con la excusa de ir al baño, aunque en realidad iba a ver si había personas con las que sentarse. Eliseo aprovechó para soltar una mina antipersona en el jardín de enfrente y, de paso, olfatear al gato, a Josué, a los barbudos, a la mujer, y a toda la manzana, ya de paso. Marina no encontró a nadie. Tampoco vio la mierda de su perro.
        Volvió a su silla y trató de mirar fijamente a Josué; su plan era esperar a que le devolviera la mirada para hacerle un saludo, con la esperanza de no comer sola, pero a él sólo le interesaba su libro.
        Marina se quedó tan fría como las croquetas de Josué.
        De pronto, se le ocurrió un plan. Iría a acariciar al gato y fingiría resbalarse para caerse sobre él. Tras un contacto así, no podría rehusar comer con ella. Su plan, aparentemente, tampoco tenía lagunas.
        Marina pasó a la acción. Saludó al gato poniendo el culo en pompa cerca de la cara de Josué, pero él no miró. Empezaba a pensar que en realidad sería un asesino en serie. Fingió tropezar y cayó torpemente entre las piernas del ávido lector. Esto fue lo que pasó:
        1. La camarera salió y, al ver el panorama, volvió a entrar a por su móvil por si tenía que llamar a la policía.
        2. La otra mujer vio claramente que lo había hecho a propósito. Los barbudos pararon de hablar y se quedaron expectantes.
        3. El gato salió corriendo.
        4. El podenco seguía olfateando cosas, feliz de la vida.
        5. Josué acabó la frase que estaba leyendo antes de mirar a Marina con cara de sorpresa.
        6. Marina se enamoró de Josué.
        —¿Estás bien? —preguntó ella.
        —Sí, sí. No te preocupes, no ha sido nada —en realidad le dolía de narices, pero quería seguir leyendo.
        Ella interpretó que él estaba preocupado por ella, así que tomó asiento y se puso a contarle su vida.
        Josué pasó de la sorpresa al estupor y del estupor a la vergüenza ajena, pero fue práctico. Asumió que no podría echarla de allí y siguió leyendo mientras ella hablaba. Sería como oír la conversación de otra mesa de fondo.
        Marina pasó del flechazo a la diarrea verbal. Le habló primero de Eliseo y después de que estaba soltera. También se comió sus croquetas. Asumió que Josué no la iba a escuchar, pero fue práctica. Ella le estaba hablando a una persona y no a una amiga invisible o a un perro, así que seguiría hablando. No siempre se puede hablar con —o mejor dicho, a— personas.
        Ninguno de los dos planes salió como se suponía, pero acabaron por entrelazarse.
        Josué entendió que no podría vivir para siempre leyendo sin tener contacto con otras personas. Le agradó que Marina no le exigiera seguir la conversación y encontró muy útil poder leer mientras estaba con otra persona sin hacerle caso.
        Marina comprendió que aunque fuera una persona atada a un libro, era alguien que le iba a dejar hablar todo lo que quisiera. Además, era muy respetuoso, no le pidió que dejara de hablar como hacían siempre todos los demás. Pensó que si podía comer croquetas y hablarle, tampoco le importaría mucho que le hiciera el amor mientras leía.
        Marina lo vio claro:
        —¿Oye, nos casamos?
        Josué levantó la mano pidiendo unos segundos. Acabó la línea que estaba leyendo, cerró el libro cuidadosamente y miró por primera vez a Marina con detenimiento.
        —Bueno, vale. Oye, ¿te has comido mis croquetas?

6 respuestas a “El del libro y la del podenco”

  1. Son el uno para el otro, no tengo duda alguna! 💘

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    1. ¡Seguro! Espero que sean felices. Gracias, Hanna.

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  2. Yo no podría casarme nunca con alguien que se come mis croquetas sin pedir permiso. Que hija del aceite de freir.😂

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    1. Hay que entenderla, estaba nerviosa 😂.

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      1. Sin coñas ahora, me ha encantado esa visión de una relación ¿socioamorosa?

        Le gusta a 2 personas

      2. Yo la llamaría relación normal del siglo XXI.

        Le gusta a 1 persona

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