El peligro está ahí fuera

Mandy está deprimida. Apenas sale de casa, es cruzar el umbral de la puerta y se le viene el mundo encima, piensa en todos los peligros que le pueden ocurrir. Si el asunto es de urgente necesidad, tras un enorme esfuerzo, sale y lo hace, de lo contrario, no encuentra ningún motivo por el que deba ir a ningún sitio, aunque se lo pidan sus amigos, familiares o médicos. No tiene ilusión ni interés, le entra agorafobia, melancolía y todo se vuelve oscuro e irreal. Observa las cosas desde la negatividad, las reacciones de los demás, las intenciones… por lo que evita cualquier interacción, para no sufrir. Sus actos no pueden ser alegres ni motivadores, no tiene fuerza, es como si alguien hubiera robado su alma y en su lugar hubiera dejado un gigante agujero por el que se escabulle su vida, sus relaciones. Aunque pueda ser consciente de lo que le pasa se siente impotente, incapaz de cambiar, atrapada en la tela de una peligrosa araña que va engullendo su tiempo. 

Sin embargo rechaza la medicación, no quiere verse todo el día drogada. La probó unos meses y tenía mucho sueño y engordó bastante, estaba atontada y no pensaba en nada. Prefería averiguar qué le pasaba de otra forma más natural, aunque fuese más doloroso. Fue a terapia de mindfulness donde le enseñaron a enfocarse en el momento presente, a acallar su mente de la verborrea diaria y los miedos continuos que nos asaltan, de los juicios acerca de todo, a saber disfrutar del instante y respetarse a una misma y a los demás, sin dependencias emocionales ni apegos. Era relajante y sanador acudir a las sesiones con el terapeuta o el grupo, pero al quedarse sola volvía a recaer en su estado melancólico, en ese agujero negro que absorbía toda su energía y volvían sus malos pensamientos y debilidad. A pesar de todo, le gustaba asistir a las sesiones, porque era el único lugar donde se sentía entendida y no tenía que esforzarse con los demás. Había gente de todo tipo, con apariencia de estar peor que ella, pero todos se respetaban en sus locuras, en sus charlas terapéuticas. Compartían sus sueños, miedos y experiencias, se escuchaban y se apoyaban como una familia. 

Era el único momento gratificante de la semana después, vuelta a casa, arrastrarse hasta el súper a hacer una forzada compra donde la gente la miraba extrañada, “qué mujer tan rara y desaliñada”, y siempre se le olvidaba algo. Volver al médico cada quince días a pedir la baja por no tener mejoría, la insistencia de éste en que se medicara y el repetitivo rechazo de Mandy -al menos le respetaba la terapia mindfulness, no era de los doctores más antiguos-, y pasar las tardes recluida en su hogar en el que había vivido siempre, ahora sola, acompañada de su gata Kitty, desde que fallecieron sus padres y heredó la casa familiar al no tener hermanos. Era una vivienda grande con jardín trasero, sótano y buhardilla. Podía pasar semanas sin salir de no ser por la terapia, su vida transcurría en aquellas cuatro paredes en las que apenas recibía visitas, cada vez fueron menguando en su frecuencia por su progresiva falta de interés.

Era sábado y estaba preparando la comida cuando sonó el timbre. Le sobresaltó el ruido y el alarido de Kitty, mientras lavaba sus manos manchadas de grasa tardó un rato en salir refunfuñando, «¿quién sería a esas horas?». En la puerta no había nadie.

—Me hacen salir para nada, se quejó.

Al darse la vuelta se fijó que había un sobre en el suelo. Extrañada, se agachó sin ninguna gana, al abrirlo sacó una nota que decía: ‘tienes que salir’. Sin saber si era una broma o asustarse, nada bueno vino a su mente. Primero se sintió observada y juzgada por el vecindario, «ya no puede una ni estar enferma sin que la critiquen», para después sentirse vigilada por alguien o quizá amenazada. Cerró la puerta con llave y procuró calmarse. Pensó en sus ejercicios de respiración: «inspira, espira, tranquila, inspira, espira… ¿y si quieren matarme y yo aquí sola tan vulnerable?… inspira… que no, hombre, seguro que es una broma de algún niño gracioso del barrio que quiere reírse con sus amigos, no hay de qué preocuparse… inspira, espira… compraré una alarma por si acaso». Tras un rato intentando recuperar el equilibrio mental, siguió con la comida. Pasó el resto del día en casa: «aquí es donde estoy más tranquila y protegida, ¿cómo voy a salir?».

Bebió algunas copas de vino que resultaron ser más efectivas que el mindfulness. Leyó un rato un libro sobre Islandia y las auroras boreales, imaginar esas luces verdes sobre la oscuridad del cielo la animaba, era algo que hacía desaparecer el agujero negro de su interior para llenarlo de magia. Era su viaje soñado, si pudiera salir, si tuviera dinero y ganas. Leer le hizo distraerse y quedarse dormida. Despertó a la hora por una llamada de teléfono, descolgó el aparato y se oyó una voz indeterminada:

—Sal de ahí.

—¿Quién es? respondió Mandy confundida, pero ya habían colgado. Se volvió a quedar dormida aún con el efecto del vino y se olvidó.

De madrugada algo la sacó de su letargo, un sonido como de agua cayendo fuertemente, luego parecían hachazos en madera, algo que estallaba o crepitaba… cuando pudo reconocer el ruido su olfato ya adivinó que la casa ardía. Se levantó en el acto gritando —¡Fuego, fuego!, solo le dio tiempo a identificar que las llamas salían enfurecidas de la cocina, rodeando ya la escalera y el salón, buscar desconsolada a su gata y salir corriendo despavorida sin pensar nada más que en salvar su vida.

Desde la calle ya se oían las sirenas. Los vecinos agolpados en los jardines hacían aspavientos alarmados, consolando a su vecina como podían, recordándole que los incendios los cubría el seguro. Kitty maullaba subida a un árbol y su dueña respiró al verla a salvo. De entre la multitud alguien se acercó a Mandy que lloraba horrorizada, le dio un sobre y desapareció. Entre sus manos temblorosas, sujetaba dos billetes de avión a Reikiavik para el próximo mes durante la época de las auroras boreales y una nota, «ya no tienes de qué preocuparte». Se le heló la sangre. Miró a su alrededor entre las cabezas de extraños curiosos y más allá, entre las sombras de los árboles. No podía percibir nada más, solo el peligro acechando ahí fuera.

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