Arreglaban el mundo charlando animosamente, con los pies encima de la mesa baja, pareciendo imitar la famosa foto de las Azores, aquella que protagonizase años atrás su ídolo.

Como todos los niños de buena cuna, habían recibido buena educación y heredado algún negociete y como no podía ser de otra forma, aquel día, inflamados por el alcohol de la sobremesa, hablaban de meritocracia y esas mierdas que tanto les gustan a los amos del mundo.
- Es que todos los votos no debían valer igual. – Argumentaba Borja.
- Está claro. No es lo mismo el voto de alguien con cierta formación que el del vulgo inculto, ese es el voto cautivo, el que compra la izquierda con sus regalías. – Corroboraba Joan.
La sobremesa vendría salpicada de unos cuantos tópicos más: Que los perroflautas no quieren trabajar, pero van con un iphone; que están todos subvencionados y así no quieren trabajar; que este estado nos fríe a impuestos y así no se puede emprender, etc…
Todo el manual completo, aprendido durante años de leer el mismo panfleto y escuchar la misma emisora, se derramó sobre aquella sobremesa tantas veces escenificada en cualquier restaurante de lujo, donde dos niñatos se merendaban a gusto la visa de sus papás diciendo que el populacho no quiere trabajar.
Caería la tarde y probablemente irían a algún burdel a tomar algo de coca mientras le pedían unas mamadas a alguna prostituta y ya en la puerta del garito, ahítos de artificiales palabras de amor y alabanzas sufragadas, antes de montarse en su BMW, la justicia se disfrazaría de yonqui y Borja, después de comprobar que sus neumáticos estaban pinchados, sentiría a su vez el pinchazo de la ira y la necesidad de aquellos que no merecían votar, de esos que no querían trabajar y dilapidaban su vida en una búsqueda absurda.
En el forcejeo posterior, como Borja sabía alguna arte marcial, le rompería el cuello al yonqui y la sangre azul y la contaminada se mezclarían en el asfalto dejando una preciosa alegoría burdeos sobre el suelo.
No se distinguía cuál era de quién. No se distinguía cuál sabía lo que se tenía que votar y cuál no.
La teoría de Borja se había deshecho entre glóbulos rojos entremezclados y las sirenas clamaban al cielo haciendo que todo fuese más sórdido, más onírico, más irreal si cabe.
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