Hurgó en el bolsillo derecho del pantalón. Luego en el izquierdo, después en los dos de atrás. Hasta se palpó el pecho como buscando un inexistente bolsillo en la camisa. Pero no. Se había sentado a escribir su texto de la semana y el dichoso bolígrafo no aparecía.
Y era importante que lo hiciera, porque no era «un» bolígrafo, era «el» bolígrafo. Lo había comprado al inicio del año en un puesto del Rastro de Madrid y, como le había asegurado el hombrecillo que se lo vendió, escribía casi solo. Efectivamente, así era: lo único que necesitaba era una mano que le quitase el capuchón y que lo sostuviese en su paseo por el cuaderno. Así había ido extrayendo cada texto, semana tras semana, para el reto de la Escritura Testaruda. El bolígrafo hacía de todo: relatos, haikus, poemas… Nada demasiado brillante, pero, oye, daba para ir cumpliendo… Y ahora no lo encontraba y el papel le miraba poniendo los renglones en blanco.
Sin dejar de buscar, se recordó a sí mismo jugueteando con el bolígrafo entre los dedos mientras echaba un vistazo a un libro la noche anterior. ¡En la cama! La última vez que lo vio, que lo tocó, estaba tumbado en la cama ojeando (¡y hojeando!) un libro sobre sueños lúcidos. Fue corriendo al cuarto y empujó la puerta, cuyo resbalón estaba haciendo un ruidito inconstante al chocar contra el marco de madera por causa del viento. Entró al cuarto y no encontró el bolígrafo, ¡pero tampoco la cama! En su lugar había un gran espacio de suelo entre dos mesillas, totalmente poblado por pelusas. Se situó en el lugar donde debería estar la cama con los brazos estirados a lo largo del cuerpo y los hombros inclinados hacia delante. Giró sobre sus pies, miró detrás de las mesillas por si el bolígrafo estuviese por ahí. Cogió el libro sobre sueños lúcidos y lo zarandeó por si el bolígrafo hubiese quedado atrapado entre las páginas. Nada. Suspiró, abrió la ventana y se asomó: ¿se habría caído la cama por la ventana?
Con el libro aun en la mano fue hacia el cuarto de baño y se sentó sobre la tapa del váter. Abrió el libro como si fuese a encontrar ahí alguna explicación a lo que estaba ocurriendo. Y así fue: una doblez en la esquina de la página 38 marcaba el lugar donde había dejado de leer la noche anterior; allí se hablaba sobre objetos que desaparecen durante experiencias de sueño lúcido. Parece que, durante esos ires y venires por los amorfos mundos de Morfeo, aquellos objetos que estuviesen en contacto directo con el cuerpo podían comenzar a tener también sus propias experiencias extracorpóreas, desdoblarse, así, de manera autónoma. Lo único que podía hacerse, llegado el caso, según decía el libro, era esperar a que regresara el objeto o los objetos. Entonces comencé a pensar si el bolígrafo habría desaparecido por voluntad propia o porque estaba sobre la cama y la muy cabrona se lo había llevado al largarse. Leí que una vez acontecido el primer sueño lúcido de los objetos, podían estar yendo y viniendo sin pedir permiso alguno. Claro que, cuando volviesen, si lo hacían, tampoco pensaba pedirles explicaciones.
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