Kenny era de ese tipo de personas a las que la gente se queda mirando cuando le ven llegar. Tenía un gran parecido con Paul Newman, un distintivo universal de belleza, que provocaba simpatía y aceptación a primera vista. El tipo de persona a la que puedes dejar sola ya sea en un pomposo banquete o una fiesta postpunk sabiendo que tardará poco en hacer amigos.
Alto, guapo, con voz agradable y narración de psicólogo, lo tenía todo, tanto, que a veces los demás parecíamos invisibles a su lado. Le conocí cuando yo tenía unos quince y él unos 30, recuerdo que pensé que era como si Ken, la pareja de Barbie, hubiese entrado por la puerta.
Hace años que lo veo, se fue a trabajar a Florida y poco a poco perdimos el contacto. Ahora, años después, es casi como un mito cuando sale en alguna conversación, un ser que transcendió a lo divino permaneciendo en la mente del colectivo.
Recuerdo que me ayudó a superar momentos difíciles, siempre encontraba las palabras más acertadas para cada ocasión, podría decirse que esa era su mejor virtud. Si tenías un mal día y te encontrabas a Kenny, volvías contento a casa. Como si un ángel hubiera bajado del cielo para darte un vasito de plástico con dos tranquimazines.
De todos los gigolós que tuvo mi madre, sin duda fue el mejor. Por algo le llamábamos fulano magnético.
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