La lluvia

La lluvia le moja la cara, las manos con las que intenta cubrirse, la ropa blanca empapada ya, después de todo el día caminando bajo el agua que cae impasible. La capucha le tapa la cabeza, la túnica le llega hasta los pies embarrados calzados con sandalias, no sabe a dónde se dirige. Recuerda haber tomado una carretera cuando llego allí hace seis meses, la misma que ahora intenta evitar para no ser localizada. Va campo a través escuchando el sonido del río que la guía hacia alguna parte lejos de allí. Esperaba encontrar civilización, personas razonables que la ayudaran, alguien en quien confiar.

Una luz en la carretera cercana la puso en alerta, se paró junto a un árbol ocultándose tratando de oír algo alrededor. El motor de un coche parecía alejarse, continuó su marcha hacia ninguna parte. Sudaba tras horas caminando, pero tenía frío con el cuerpo mojado. No podía parar si quería sobrevivir, ni ser vista ya que la estarían buscando, escapó la noche anterior cuando todos dormían. A estas alturas habrían dado aviso a toda la Orden, la policía no habría intervenido, esa era su ventaja y su esperanza, poder llegar a la ciudad más próxima antes que ellos. El problema era hacerse entender, no hablaba el idioma nativo y en aquella isla apartada no existía el turismo masivo, pero eso sería un problema secundario que solucionaría en su momento. Tampoco tenía documentación, la dejó toda en la Casa al huir precipitadamente dejando allí el móvil, tarjetas de crédito y todas sus pertenencias.

Ya nada era más importante que salir de allí a toda costa. Paradójicamente esa fue la misma idea que la trajo hasta aquí huir a toda costa de su vida y sus problemas de su depresión, su divorcio y sus adicciones, encontrar un poco de paz y equilibrio. Se gastó un dineral en llegar a ese paraje retirado, cruzó medio mundo y siguiendo la recomendación de un anuncio de Internet se ingresó voluntariamente en la Casa de Reposo de los Monjes Budistas de la Nueva Era. Se notaba agotada, sedienta y desorientada, necesitaba reponer fuerzas, aunque no podía perder tiempo ni decaer.

Se aproximó al río cercano para beber un poco y descansar. Apenas notaba ya la infatigable lluvia que la calaba por completo. Sentada en una roca con sus ropajes blancos mojados y sucios, sus pies ennegrecidos y la cabeza cubierta por la capucha sintió ganas de llorar, no sabía dónde estaba ni cómo salir, si lograría llegar a algún lugar antes de que la encontrasen los Monjes enfurecidos por su huida, los únicos en el mundo que la esperaban, por otra parte. No sabía cómo iba a regresar sin dinero, ni recursos, sin ningún contacto ni ayuda. Solo sabía que debía salir de allí, que su instinto vital la empujaría a donde hiciera falta. Recordó cómo llego a la Casa, quién era entonces, una persona vacía, desvalida, sin ganas de vivir. Ahora, a pesar de todo, sentía que había recuperado su fuerza y confianza en el deseo de supervivencia y volver a su hogar, al menos había conseguido el objetivo que la llevó a aquel lugar, recuperarse a sí misma. Sentía que era capaz de hacerlo, si las circunstancias no terminaban antes con ella, si los Monjes no la atrapaban y decidían devolverla a la Orden Budista de la Nueva Era a la que ella, fiel servidora, había jurado someterse y pertenecer de por vida para continuar el legado y sabiduría ancestral del maestro Wang Jing Gon, su Divino Salvador, al que habría tomado como esposo espiritual en la ceremonia de ese mismo día de no haber escapado la noche anterior. 

A lo lejos oyó voces que rezaban en otro idioma, se puso en pie de golpe, debía continuar sin demora. Por el camino probó unas bayas azules que había visto comer a los monjes en la Casa antes de sus reveladoras meditaciones y siguió andando aprisa. El terreno se volvió más abrupto, sorteaba piedras y árboles, cimas escarpadas. El sol empezaba a declinar, no podía detenerse. El sonido de los rezos iba y venía por momentos, se veían candiles que parpadeaban fugaces. Fatigada y sin aliento, vislumbró un pequeño sendero que se abría tras un matorral, sobre este, suspendida en el aire, una luz brillante la cegó, de repente la imagen del Sagrado Maestro Wang Jing Gon apareció ante ella sentado en postura de flor de loto. Su mano derecha al frente la bendecía, su mano izquierda señalaba el sendero sin decir palabra. La devota seguidora sabía que debía continuar por allí, sin entender cómo ni cuestionarlo tomó ese camino y desapareció tras el matorral, unos instantes antes de que el grupo de Monjes Budistas pasara de largo junto a este implorando sus rezos.

Desde lo alto de la loma, sobre la oscuridad, podía verse la vasta extensión encendida  de la ciudad más cercana. La lluvia imperturbable por fin había cesado.

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