«…una mar mentida y cierta
que no es la mar y es la mar».
(Verano, de Marinero en tierra,
Rafael Alberti).
Comencé a remar con más fuerza aun. Me impulsaba una especie de euforia infantil, parecida a aquella que movía mis pies descalzos por el pasillo de casa en busca de regalos en las madrugadas de los seises de enero. Las nubes se movían con rapidez y yo aprovechaba ese mismo viento para avanzar. Alternaba la vista entre el horizonte, que se expandía por todas partes, y los regueros de agua que recorrían los laterales externos de la proa de la barca. «¡Asia a un lado, al otro Europa! ¡Navega, velero mío!», grité. Me sentía espléndido. El sol iluminaba la vida, el aire la hacía bailar. Creo que debí avanzar en trance, como en un éxtasis extraño, durante unos cuantos kilómetros antes de empezar a vislumbrar un pedazo de tierra a lo lejos. Aumenté aun más el ritmo. «¡Mi única patria, la mar!», volví a berrear. Solo paraba de remar para secarme rápidamente el sudor de los ojos, aunque incluso ese escozor me hacía sentir extraordinariamente vivo.
Remé y remé. Ya podía ver la playa con nitidez: un grupo de gente bailaba, cada cual a su aire y con posturas un tanto extrañas y ortopédicas, algo así como si les pesara el cuerpo o, al menos, alguna de sus extremidades. Me acerqué más y comencé a escuchar la musiquilla que suponía que estaba detrás de aquellos movimientos, aunque no parecían seguir el mismo ritmo. Logré entender que la letra de la canción decía algo así: «Mira qué fácil te lo voy a decir: A, B, C, one, two, three. Mira qué fácil te lo voy a decir: que esta motomami ya no está pa’ ti…». El caso es que me sonaba. Aminoré la marcha para aproximarme con cautela, solo entonces me di cuenta de que estaba jadeando y, de pronto, el viento cesó y el calor se me hizo insoportable.
Entonces algo o alguien me golpeó en el hombro izquierdo. Me giré. «Perdone, las máquinas de cardio solo pueden utilizarse durante treinta minutos y usted lleva en la de remo casi cuarenta y cinco», dijo el monitor del gimnasio un tanto ruborizado. «Ah, oh… eeeeeh, sí, sí, disculpa. Ya voy… Es que…», balbuceé mientras desenganchaba mis pies de la máquina y trataba de reubicar la mente. Me incorporé, busqué mi botella de agua y me eché la toalla al hombro. Puse los brazos en jarras pensando qué otra cosa hacer a continuación. Algunas personas me miraban de reojo mientras levantaban pesas o hacían sentadillas. Me daba igual, yo solo podía pensar en mi dilema: si subir a la máquina de escaleras para contemplar las vistas desde lo alto del Empire State o si irme directamente a la ducha e imaginar que viajaba al norte, lejos de Madrid, y llovía y yo cantaba, y bailaba sobre los charcos.
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