… Y con las prisas metí la pierna entre los barrotes del pasamanos de la escalera. Solté una fuerte blasfemia y miré hacia abajo por el hueco, para ver como cientos de descerebrados subían corriendo oliendo coléricos la herida de mi brazo derecho, aquella que me hice robando a todo correr las últimas botellas de alcohol del súper desierto del barrio.
“Encima corren como hijos de puta, no podía habernos tocado zombies torpes y tranquilitos de “The Walking Dead” no, mucho mejor que corran como descosidos a lo “28 días después”, no vaya a ser que tengamos alguna oportunidad de sobrevivir”
La rabia que me iba consumiendo según acababa la frase e, irónicamente, la vergüenza que sentía de verme atrapado en el pasamanos que conocía desde hacía 40 años (“¿Vergüenza de qué? ¿De que se pudiesen reir de mi unos simios enfurecidos que se morían por hincarme el diente?”), bastó de sobra para pegar un tirón desde la cadera y romper los barrotes que me retenían.
Entré en mi apartamento con puerta de acero reforzada y la cerré con las últimas fuerzas que me quedaban. Por suerte, la bolsa que contenía mi saqueo estaba intacta. “No sufras más, seguramente será la última rapiña que tendrás que hacer” pensé.
Hacía días que ya ni buscaba comida. La terrible espera se me hacía mucho más llevadera con alcohol, escatimando lo posible en las reservas de latas de conserva.
Pero debía alcoholizarme con cuidado.
No podía beber hasta perder el conocimiento, porque yo no perdía el conocimiento.
No estaba solo en la casa, aunque en ese momento solo estuviera yo.
Desde que me cogí la primera cogorza seria de mi vida, descubrí que habitaba en mí un alter ego. Mucho más decidido, pero también más salvaje. Mucho más sesudo, pero solo cuando no estaba ocupado actuando de manera impulsiva e irracional.
Y solo salía si me pasaba de rosca bebiendo.
Pero esa noche estaba harto. Harto de la situación, de los putos zombies, de estar “solo” o de, bueno, no tener con quien hablar. Decidí, la noche más terrorífica y potencialmente peligrosa desde que se inició la alarma, dejarle planear a él el siguiente movimiento. “Y si ese movimiento acaba con nosotros en una zanja o lejos de la casa que nos ha acogido tantos años, pues aceptaré el resultado estoicamente”.
Pero no podía irme de este mundo, quizá por última vez, sin al menos contarle a mi otro yo por qué estaba tan orgulloso y a la vez tan decepcionado con él. Quería contarle tantas cosas que se había perdido de nosotros mientras hibernaba, tantos fallos y aciertos, tantos pensamientos que no me había atrevido a contarle a casi nadie…
Y quería decirle que, aunque no estaba, saber que “estaba” me había ayudado a aguantar todo este tiempo de soledad postapocalíptica.
Así que agarré la botella de “fireball” de la bolsa, la deposité en el escritorio cerca de mi libro favorito (con cuidado de no rociarlo de tan pegajoso elemento), miré con cariño la katana de muestra que tenía colgada en la pared, cogí un par de folios y un boli que pintaba a ratos y comencé la carta de amor a mi mismo más sentida y sincera que nadie jamás haya podido escribir en esta mierda de mundo.
“Querido Ned, mi Neddie, sé que te dejo en una situación peliaguda, pero confío más en ti que en mí mismo. Solo te pido que al menos me dejes acabar esta carta antes de que salgas a salvarnos… o a condenarnos”.
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