Iba tan encandilada por la vida que no había manera de que se diera cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Siempre andaba perdida entre sus propios pensamientos, haciéndose ilusiones con cualquier pequeñez. El panadero le sonreía al darle los buenos días y se sonrojaba pensando que quería algo más. En su cabeza le contestaba: «muchas gracias por su aprecio, pero ahora mismo prefiero seguir soltera». Y se iba sosteniéndole una mirada juguetona y mordisqueándose el labio carmín. En el fondo deseaba, necesitaba fervientemente estar con alguien, con cualquiera, no tenía prejuicios ni predilecciones. Pero se contaba y se creía ciegamente la historia de que era mujer soltera poderosa que no necesitaba a nadie. Era libre y hacía lo que le daba la gana.
Cada mañana se maquillaba y arreglaba como si saliera a la caza del mejor postor.
Y sí, alguno caía en su mirada y se iban a escondidas a algún lugar oscuro a saciar su sed y beber de la fuente del eterno placer. Nunca daba su número porque era adicta a su libertad. No quería que ningún hombre le pusiera una cadena en el cuello fruto de los celos y le preguntara porqué se viste así o se maquilla asá. «Parece que quieras follarte a todo el mundo», le dijo el último.
«A lo mejor me quiero follar a todo el mundo… O no. ¿Acaso tengo que ir mal vestida y desarreglada por la vida para parecer o ser una mujer normal? Soy mujer, tengo pechos, cuido mi cuerpo y me siento bella, eso no significa – ven fóllame – y si alguien, sea hombre o mujer, solo ve eso, debería irse a un psiquiátrico. Si quiero follar no necesito mostrar mis pechos o levantar mi culo. Si quiero follar, te follo y listo.»
Y así iba, encandilada por la vida. En su propio mundo.
Y así iba, encandilada por la vida, en un mundo de ensueño donde era libre, pero esclava de sus pensamientos.
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