Como todos los sábados pospandemia, quería quedarme en mi cueva viendo alguna película. El mundo real se me hacía demasiado complicado e imprevisible. Pero ese día me la jugaron bien. Sonó el telefonillo y yo salté del sofá como un dibujo animado. Nadie me llamaba ya salvo el repartidor de Amazon, y no esperaba ningún paquete. Oí una voz exaltada y nerviosa de la que sólo entendí «baja, rápido, coche, llamas». Con las prisas bajé sin el móvil. En la calle no había ni llamas ni llamos. Mi amiga Ana y su hermana Julia se partían de risa. También estaba Carmen, riendo también, aunque un poco más avergonzada.
—Era la única manera de que bajaras —se justificaron entre risas.
Les dije que quería subir a por el móvil y no me lo permitieron. Temían, no sin razón, que me quedara arriba con la llave echada.
Los primeros minutos transcurrieron como siempre. Se quejaban de sus jefes, cotilleaban de sus amigas y hablaban de noticias mientras yo golpeaba compulsivamente mis dedos contra mis muslos y hacía el acto reflejo de sacar el móvil que no tenía. Nada me podía interesar menos que «tomar algo». Para ellas consistía en beber alcohol y para mí en pedir una botella de agua en el primer sitio y decir «para mí nada, gracias» en los siguientes. Fantaseaba con estar en mi sofá viendo la nueva de Fincher.
Todo cambió cuando llegamos a la plaza. Un festival de música negra había traído a un grupo local que hacía fusión de rap con instrumentistas jazzeros y sonaban realmente bien. Ellas, claro, querían seguir «tomando algo», pero me planté en la plaza y les dije que «no me iban a mover ni a tiros». Pidieron alcohol para llevar en un bar y se me unieron.
La fusión resultaba demasiado poco simple para sus oídos hechos a la radiofórmula, pero yo me dejé llevar. Además del jazz y del rap, había registros reggae e incluso de música cubana y flamenco. Disfruté las canciones y hasta hice intento de bailar. El verbo bailar nunca estuvo en mi diccionario personal, pero me movía con la música de fondo.
Al acabar fui a saludar a la cantante y a la banda para decirles que me había encantado. Me pareció que no estaban acostumbrados a los halagos y reaccionaron con extrañeza primero y con agradecimiento desmesurado después. Creo que ellos también habían estado «tomando algo» antes. Me invitaron a ir a su local a seguir con la fiesta y yo dejé a mis amigas colgadas hablando de sus jefes y poniendo a parir a gente.
Cuando llegamos allí casi invento alguna excusa para huir. El local era pequeño, estaba lleno de instrumentos, desordenado, y me pareció que estaba fuera lugar. Al fin y al cabo no los conocía de nada. Me había arrastrado la euforia y el sentido común me pedía a gritos salir corriendo. No supe qué inventarme y a los diez minutos estaba fumando maría escuchando a The Roots.
Para que conste, diré que no había fumado desde los veinte, y lo hice sólo durante dos segundos, hasta que me dio una tos de morirme. La tos se repitió también ese día, pero con fumar pasivamente en aquel agujero bastaba para sentir la relajación. No me hizo falta aprender a fumar.
Cuando me quise dar cuenta, el baterista y el bajista me besaban el cuello mientras la cantante se sentaba a horcajadas encima de mí. Era la primera vez que me besaba una chica, la primera vez que me besaban dos chicos a la vez y la primera vez que me besaban tres personas al mismo tiempo.
Me ahorraré, por decoro, los detalles de la siguiente hora.
Después me quisieron llevar a cenar. Entre el humo y la actividad física yo también me moría de hambre, pero decliné su invitación. No comía prácticamente nunca fuera. Para una vegana, un restaurante es una carrera de obstáculos. Resultó que ellos también lo eran. Sentí un ajetreo en las tripas más allá del hambre. Creo que era emoción.
Mirar una carta y poder elegir entre todos los platos es una sensación de poder inusitada para un vegano y algo demasiado común para un devoracadáveres. La comida, además, era realmente buena. Cuando terminamos caí en la cuenta: uso el móvil para pagar y no lo tenía.
La cantante me invitó a cambio de un pago en especie que por decoro tampoco contaré. Cuando salimos de allí el teclista preguntó qué íbamos a hacer y nadie lo supo. Creo que estaban a punto de despedirse, pero yo no quise que aquel momento acabara y les dije que, si querían, podían venir a ver la nueva de Fincher a mi casa. No me esperaba que todos accedieran con excitación.
Era la primera vez que veía una película con gente en a saber cuántos años. Lo había intentado con Ana y Carmen, pero sólo se apuntaban a ver productos de Hollywood megatrillados y cuando ponía otra cosa acababan por encender el móvil, yo pausaba la peli e intentaba lanzárselos por la ventana. Vamos, que no funcionaba.
Los músicos la vieron fascinados, religiosamente atentos y la conversación sobre la peli duró toda la noche. No pude dormir de la emoción.
Hoy he quedado con ellos de nuevo. A Julia, Ana y Carmen les he dicho que no iba a salir, que iba a ver una peli.
Cuando bajé, comprobé que me la habían vuelto a jugar. Sólo estaba Sandra, la cantante. Me dijo que tenía una deuda en especie con ella y que los músicos tenían que ensayar.
Lo que pasó después no lo contaré, por decoro. Pero que sepáis que no he vuelto a ver una película sola.
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