FUI HABITACIÓN POR HABITACIÓN preguntando dónde estaba el vagón comedor. Pero nadie supo darme una respuesta. ¿Cuánto tiempo llevaba buscándolo? El tren parecía haberse vuelto infinito y mi barriga cada vez estaba más gruñona.
Miré mi reloj de bolsillo y conté que había estado fuera más de hora y cuarto. «Bastante tiempo para recorrer un tren», pensé. Era como si aquella vieja máquina de hierro y vapor se hubiera dilatado en el espacio justo igual que un gusano después de comer muchas hojas.
Abrí la siguiente puerta y, dando por perdida la cena, indagué acerca de si, al igual que yo, habían notado algo extraño desde que estaban allí.
—No sé a qué te refieres, niña.
No, claro, nadie sabía a qué me refería, como si no tuviesen ojos para ver más allá de sus maletines. Seguí caminando y preguntando, pero todo el mundo me dijo lo mismo. ¿De verdad no se daban cuenta? ¿Es que nadie había intentado ir al baño?
Me estaba empezando a aburrir de todo aquello, así que comprobé que mis zapatos estuviesen bien ajustados y puse el reloj a buen recaudo en mi bolsillo con cremallera. No quería que se me cayera.
Entonces salí corriendo.
Corrí con todo lo que mis piernas pudieron ofrecerme. Salté de un vagón a otro como una ardilla salvaje, empujando cada puerta como un huracán. Pero tarde o temprano el aliento me falló y no pude dar ni un paso más. Cada puerta que abría daba a un nuevo vagón con una nueva puerta la cual conducía al siguiente vagón. Y así hasta el infinito.
Miré hacia mi derecha: «Habitación nº 4689».
Eso eran muchas habitaciones para un tren.
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