Un mes, han pasado treinta y un días de nuestros cuerpos en vertical, horizontal, no necesitamos ningún plano expreso ni más punto de fuga. La perspectiva aérea, oblicua o frontal siempre es la misma: tú y yo. Nosotros. Desgastadas aristas de embestidas y caricias.
Nos lanzamos felices e ingenuos sin boceto ni ensayo, casi sobrevolando la línea de tierra, sin preservar tan siquiera el corazón. Confiando, sin protecciones, nos abrazamos confesándonos devoción; por ser agosto y por hervir antes de los cien grados, me aseguraste que llegaríamos más allá del castillo. Nada más puro y primitivo que el deseo, nos queríamos llenar, nos bebíamos sin pensar en el abismo de distancias: las obligaciones, las rutinas, las costumbres que se instalan.
Y de golpe llega septiembre, el segundo empezar del año, las evaluaciones diarias. Los deberes pesan, los compromisos llaman a ser atendidos y nos continuamos deseando a ciegas, hasta a tientas, sin tentación en la que caer. Así al menos podría tocarte, traspasar de nuevo tu alma, pero hay niebla en el puente que nos divide.
No me hace falta pensarte, mirar fotografía alguna, te deseo desde la mañana, desde la oscuridad de la cama, desde palabras con sentido, consentidas. Desde los labios, para decirte que quiero respirarte en mis pulmones, que te protegeré a ti y lo que amas con este cuerpo que te quiere estrechar y hacerte de escudo. Y no me digas que no puedo desearte de otra manera, eso es lo que sacudes en mí.