Tañe la campana llamando a misa. Los feligreses acuden como cada día esperando recibir la bendición, encontrar paz en su alma o reunirse con los vecinos. La tradición no surge solo de un sentimiento religioso sino también de una función social. El cura abre la puerta invitando a los fieles a entrar, parados en los soportales saludándose unos a otros. Todos van colocándose en los bancos buscando caras conocidas. Los más rezagados deciden subir al fondo a la planta superior, reservada antaño para los varones. Comienza la misa que hoy conmemora a un hermano difunto, los asistentes rezan las oraciones en su memoria mientras acuden a su mente escenas del fallecido unos meses atrás. Unos recuerdan con tristeza su pérdida, aunque se alegran de sus proezas, generosidades, estimas. Otros, aun sin quererlo, no olvidan sus rencillas o antipatías hacia él, aunque no importa ya, pues con su muerte se fue todo aquello, lo bueno y lo malo, lo inacabado y lo que logró en la vida. Si consiguió ser feliz, llevar a cabo lo que se propuso, sembrar amor y respeto en alguna medida, ya puede ir en paz. De una u otra forma, en la mente de los asistentes vinieron estos pensamientos, su último adiós a este vecino del pueblo que ya pasará a formar parte de su historia.
La ceremonia les hace reflexionar a cada uno sobre lo que es la vida, en lo que les queda por delante, en lo que cada uno ha conseguido y si aún tendrán tiempo de más. Piensan en los suyos, en cómo los recordarán estos cuando se vayan. Los más puros de corazón expían sus pecados haciendo revisión de conciencia, reconocen humildemente sus errores, pensando cómo enmendarlos. Otros, más pobres de espíritu, orgullosos o impermeables a la palabra de Dios y a lo que aquél lugar sagrado pudiera representar, permanecen ajenos a todo lo que dice el sacerdote sobre el perdón y la salvación eterna. Son los que piensan en las rencillas o simplemente en el transcurrir natural de la vida; que uno nace, hace lo que puede y muere sin más, en un determinismo aplastante sin que intervenga la voluntad individual.
Los más devotos, los que han ido solo en honor al difunto, los que van cada domingo por aparentar o por salir de casa y charlar con los pocos vecinos de la aldea como hicieron los últimos cuarenta años. Todos ellos, se reúnen bajo la cúpula de aquella iglesia románica que ese lunes de agosto conmemoran el día de todas las vírgenes. Celebran la vida y la muerte. Se acogen y consuelan durante la liturgia religiosa.
En el primer banco, la familia que ha perdido al ser querido, reza arrodillada llorando su ausencia. Junto a ella, un hombre se mantiene de pie frente al altar. Delante, la imagen del sacerdote alzando entre sus manos la hostia sagrada del cuerpo de Cristo, puede verse a través del enorme agujero de escopeta de su estómago, sin que la herida sangre ni sea percibida por nadie; sin que este aparte la mirada fija, llena de odio, sobre sus familiares, ni se interrumpan los ritos y las plegarias que esa mañana los ha reunido en la misa de difuntos.
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