Un problema de estreñimiento

A SIMPLE VISTA, el estreñimiento de mi compañera parecía una consecuencia lógica de nuestro viaje. Los cambios de rutinas o de retretes son factores que pueden ocasionar ese tipo de inconvenientes. Sin embargo, lo que ocurrió en la mañana del quinto día no solo me hizo ver cuán equivocado me hallaba, sino que, desde entonces, protagoniza las pesadillas que sufro cada vez que cierro los ojos.

El despertador sonó a las diez, media hora más tarde de lo acordado. Salí al pasillo y me dirigí a la cocina con cuidado de no hacer ruido. Almudena aún no se había despertado, pero como era el último día y no debíamos dejar casa hasta después de comer, no teníamos prisa.

No quedaba café y los bollitos que habíamos comprado la noche de antes se habían endurecido por no cerrar bien la bolsa. Parecía una jugarreta de los astros para fastidiarme el desayuno, aunque evidentemente la culpa era nuestra y de la falta de práctica en lo de vivir siendo adultos se refería. Saqué un poco del jamón que había sobrado de la cena y metí un par de rebanadas de pan de molde en la tostadora. Si mi compañera estaba cansada, quizá llevarle el desayuno la animaría un poco.

Llamé a su puerta varias veces; no hubo respuesta.

—¿Almudena? ¿Estás despierta? 

Giré el picaporte con delicadeza, soportando el peso del desayuno en la otra mano. Abrí un poco y miré por la rendija; todo parecía normal. 

—¿Almudena?

Entré y dejé el plato en la mesilla. Subí las persianas y la luz inundó la estancia. Ella seguía en la cama, sin dar indicios de que fuera a despertarse. La sábana le tapaba la cara y su interior estaba extrañamente hinchado,  como sí hubiera dormido con todos los cojines de la casa juntos.

Me acerqué más y, por fuera, le di varios empujoncitos.

—¡Venga! —dije con buen tono de voz—, ¡al final vamos a ir con la hora pegada al culo como siempre!

Tampoco reaccionó esta vez, así que opté por el último recurso y, con un solo tirón la destapé entera.

Aquello que se encontraba bajo las sábanas no era Almudena. En su lugar, una extraña criatura a caballo entre sapo y humano ocupaba el espacio de la cama.

Estaba boca arriba, inmóvil. Lo que había confundido con cojines no era otra cosa que su inflada panza, la cual subía y bajaba con cada aliento. Su piel, escamosa, brillaba como si la hubieran embadurnado con aceite y, en general, desprendía un olor a huevos podridos que hacía la labor de respirar todo un logro. 

Almudena…, es decir, el monstruo, al verse indefenso en mi presencia, comenzó a menearse y a proferir incómodos sonidos. Dado el volumen de su cuerpo (que llenaba casi toda la cama de matrimonio) y lo ridículamente pequeñas que resultaban sus extremidades en comparación, la criatura era incapaz de darse la vuelta o de erguirse. 

Traté de calmarlo, pero a punto estuvo varias veces de morderme la mano con su enorme boca semi humana (la cual, por cierto, no solo había mantenido los dientes sino que contaba ahora con nuevas hileras de ellos) y de arañarme con sus afiladas zarpas. No podía creerme que aquella cosa fuera Almudena.

Decidí entonces hacer lo más razonable e inteligente dada la situación: salir de la habitación y echarme a llorar. 

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