Tyler salió del edificio de exposiciones con su diploma de “Barredor Químico Cum Laude” bajo el brazo, con aquella felicidad característica que solo da el haber cumplido un sueño por el que llevaba trabajando años.
De camino a la salida de su universidad, ubicada en el centro mismo de Ciudad Desidia, iba pensando en cómo sería su primer día de trabajo. Siempre había querido ser barredor químico, desde bien pequeñito, y ayudar a proteger la ciudad en la que nació, creció y vivió desde hacía ya 27 años. Admiraba con intensidad a los valientes héroes que por las mañanas se levantaban y, con sus escobas de plástico mojadas en alcohol, barrían la “Corrupción” lejos de la ciudad para que sus habitantes pudiesen dormir tranquilos un día más.
Tyler comenzó a trabajar diez días después de obtener el título por baja repentina del antiguo barredor de su zona.
Con los nervios casi se olvida de sus guantes impermeables y sus botas de plástico. Salió de la ciudad por la puerta Norte, que era la más cercana a su casa, y escuchó atentamente las vagas explicaciones de su superior, el señor Barrington, para no acabar lacerado, quemado o corrompido en su primer día de trabajo.
Cuando Tyler llegó a la zona que debía limpiar, sintió asco y euforia a partes iguales. Cierto es que en la universidad había hecho esto cientos de veces, pero ahora estaba solo. Solos él y su escoba mágica, con la que alejaría la “Corrupción” de los muros de la ciudad.
Ahora, cara a cara, podía verla como realmente era: una especie de magma naranja brillante, con pompas gigantes que no explotaban, y que avanzaba muy lentamente comiéndose (o corroyendo, u oxidando) todo lo que tapaba a su paso.
El primer día consiguió avanzar bastantes metros en su limpieza, y el orgullo que Tyler sintió no se puede describir con palabras. El señor Barrington le miró con cara de pocos amigos mientras le quitaba la escoba de las manos y le dio los horarios para los próximos días.
Era curioso, tan sólo Tyler parecía ser consciente del peligro que habitaba fuera de la ciudad. Los habitantes de Ciudad Desidia no hacían ni una mínima alusión a la extraña muerte que se les avecinaba día tras día a tan solo unos pocos metros de sus murallas. Y ni mucho menos valoraban el trabajo de aquellos que los mantenían a salvo arriesgando sus vidas diariamente. Cuando una noche, algo cansado del trabajo, se le ocurrió contarle a Joe, su camarero favorito, a lo que se dedicaba cada mañana, obtuvo una respuesta que resumía perfectamente los prejuicios que Ciudad Desidia tenía contra los Barredores Químicos: “ya, y yo llevo toda la mañana limpiando los baños de este puto tugurio. No eres el único que sabe limpiar mierda, muchacho. Ahora paga la cuenta”.
La sensación de responsabilidad y orgullo que los primeros días servía de hilo musical a Tyler en su trabajo, poco a poco se fue transformando en sopor, y fatiga, y rabia y resignación.
Un día no pudo ir a trabajar porque se encontraba indispuesto. A los dos días siguientes se encontró que no habían mandado a nadie para sustituirlo, y la “Corrupción” había avanzado de una manera casi crítica. Como si no le importara una mierda a nadie.
Otro día, un poco de saliva naranja saltó sin querer a su chaqueta, y dejó una preciosa mancha nociva en el tejido. La gente que vio ese horrible agujero mientras andaba de camino a casa sintió tal asco o miedo, o ambas a la vez, que no volvió a dirigirle la palabra más. En fin, tampoco había presupuesto como para comprar material de calidad a los barredores, todo se iba en celebraciones y festejos para intentar demostrar a la población que todo iba maravillosamente bien.
Sin embargo, e irónicamente, mientras más lejos se sentía de la gente a la que protegía cada mañana, más conseguía comprender al nocivo residuo que intentaba alejar de sus casas. Con menos gente con la que querer hablar cada día, comenzó a hacerlo con la masa corrosiva. Le preguntaba por qué avanzaba sin descanso, qué intenciones tenía, y si de verdad era tan mala como la gente pensaba que era. Él le contaba, y casi se sentía en el deber de explicarle, porqué debía arrastrarla lejos de la vida cada mañana.
Cada día se sentía menos en sintonía con la población que le rodeaba, y cada día Tyler juraba que podía comprender cada vez más a esa masa corrosiva incansable.
Cada día barría menos. Cada día hablaba más. Cada día se iba más tarde a casa. Cada día se sentía más en casa.
Cada día.
Hasta que por fin, cierto día, como iluminado por una voz muda, se quitó la chaqueta. Respiró hondo. Se quitó las botas y los guantes, y el resto de la ropa que le quedaba.
Encaró a la única amiga que había escuchado sus historias desde hacía 3 años. Observó la lava fosforita que ya comenzaba a abrazar sus pies, y volvió a sentir la felicidad del día en que se licenció. Y de aquel día en que montó en el tiovivo de pequeño por primera vez. Se sintió de nuevo jugando con sus amigos al escondite en el colegio, y también sintió su primer beso y el día que ganó la copa de “Crunchball” con su equipo de la universidad.
Con la cara más radiante que había tenido en mil vidas, se dejó caer hacia delante.
Y después.
Después.
Desp…
D…
…
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