Por encima del arco iris

Tras siete pintas y un chupito de absenta, Leo no podría ver la
luna llena ni con un telescopio. Difícilmente podía alcanzar a ver
sus botas.
Las tenía empapadas. En vez de una borrachera zigzagueante,
el dios Baco había decidido trazar una impoluta línea recta para
que avanzara esa noche. Él caminaba estrictamente por esa
especie de surco invisible como si fuera una estaca, ridículo;
hasta cuando tropezaba o andaba por las charcas que jalonaban
el camino, su rigidez seguía presente.
Con el gorro de paja en la cabeza y el efecto de la ketamina, que
le había dejado los brazos más tiesos que los romanos a
Jesucristo, no podía recordar más a un espantapájaros.
Dorotea no iba mucho mejor, su camino de baldosas amarillas
era un campo de margaritas que conducía hasta una estatua de
hojalata con un agujero a la altura del corazón. La imagen le hizo
llorar y el subidón de cristal alcanzó su climax en ese momento,
en el que le dio por cantar te traeré el horizonte justo cuando
Leo se frenó en seco al estamparse contra la estatua.
El concierto de Mägo de Oz, una vez más, pasaría a engrosar la
historia de sus resacas cósmicas.

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