Y voy a pasármelo bien

El otoño ya asomaba por la ventana. Las hojas empezaban a perder su fuerza y su brillo, cayendo alguna al suelo húmedo por la lluvia de anoche.

La nube gris que ocultaba los rayos de luz de esa mañana, no ayudaban a desperezarme y seguir con el plan preparado.

En la playlist empezó a sonar la música que tenía programada para despertar, y eso me ayudó a empujar el nórdico hacia el otro lado de la cama con más fuerza que ganas.

Sentado al pie de la cama, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos, solo veía excusas para no levantarme y dejarme abrazar de nuevo por los brazos de Morfeo.

Nube gris. Suelo del camino mojado. Guardia de viernes noche al caer. Mochila sin preparar. Sin café hecho en la máquina. Lavadora llena para poner. Mucha ropa que planchar. Comida a mediodía en casa de mi hermano con sus hijos en edad preadolescente. Todo son pegas.

En ese momento, empezó a sonar una de mis canciones favoritas de Jarabe de Palo con esa voz inconfundible de Pau Donés. Era una clara señal para levantar la cabeza y adelante.

No había vuelta atrás.

Me lavé la cara, cogí la Camelbak, la llené de agua fría y alguna fruta para reponer fuerzas.

Sin saber cómo, me introduje dentro de esa ropa tan de Superman que solo es cómoda cuando estás en “danza” y no cuando pasas por delante del espejo de la entrada y te miras de arriba abajo con el casco puesto “¿En serio? ¡Así no, chato!”, me dije. Y si lo rematamos con el ruido que hacía bajando las escaleras de dos en dos para llegar al trastero, era de meme total.

La bajé suavemente tirando de las cuerdas que colgaban del techo, la acaricié para saber que estaba con esa tensión necesaria para aguantarme el ritmo, y soportar los kilos de más cogidos en este verano que acababa, la saqué con mucho cuidado por la puerta del garaje.

Los rayos de luz se dejaban ver por fin, incluso llegando a cegarme, apenas veía por donde iba hasta que choqué con uno de ellos.

“Pero, ¿estás tonto?” se reían todos.

Era mi grupo, era mi gente, era mi rato de desconexión y libertad con ellos. Jóvenes, mayores, chicas, chicos, altos, bajos, en forma, en desenforma,… todos valíamos para disfrutar de una actividad que nos gustaría disfrutar más a menudo, pero los quehaceres laborales y familiares siempre lo relegaban a la última posición en la agenda del día.

Primera pedalada, segunda, tercera… el húmedo aire ayudaba a pedir más kilómetros, ya que, anulaba el calor casi extenuante que habíamos vivido durante los meses previos que nos dejó sin las quedadas.

Primera subida, primera bajada, el grupo se descolgaba y se unía como las bandadas de pájaros cuando hacen la migración. Era digno de ver. Ya apenas se oían las voces, sólo pequeños lamentos en las cuestas y algún que otro grito en las bajadas.

Fueron cuarenta y siete kilómetros de alegría, cargando las pilas, vaciando los pistones de las piernas y haciendo hueco para el desayuno de las 12.30 horas, antes de volver a seguir con la actividad que indicaba la agenda.

Según volvíamos al punto de partida, algunos se iban descolgando para irse a casa. Pocos fuimos los que quedamos para el desayuno programado en la cafetería de siempre.

Sentados, llenos de barro, con un café calentito entre las manos, sin quitarnos aún el casco más por pereza que por presencia, acabamos esa buena parte de la mañana con la terapia psicológica sin diván, pero con sillín, hecha.

Entré en casa después de una fugaz despedida, un rápido lavado de mi gran compañera y me dejé llevar por la música que aún sonaba en mi despertador mientras el agua caía sobre mí, preparándome para lo que aún quedaba de ese sábado:

“Porque hoy, de hoy no pasas… Y voy a pasármelo bien”

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