Vuelvo a caer en esa confusión que, de tanto en cuanto, altera mi forma de relacionarme con el mundo y por momentos, hasta respirar.
Sé qué la ha causado, pero intenté convencerme a diario de que era la forma de pagar facturas, así que solo tocaba resistir. Como un humano sin bombonas ni mascarilla, mi tiempo en aquella oficina de mármol era bucear a pulmón, pero con una escafandra que me iba hundiendo en un mundo extraño de peces, de seres que poseían las escamas de la indiferencia y la sumisión. Como oxígeno me repetía que esa categoría que adornaría mi currículum, también me haría merecedora de unas palmaditas de aprobación en la familia, injertando los reproches ya cicatrizados de mi padre y a la vez me haría visible de forma mágica a la mujer que no me quiere para su hijo.
Terminé, de la peor manera, con un papel que afirma mentiras sobre mí, pero ya no tengo que ir a diario en el tren donde mis pies se negaban a subir. Creo que ese viernes hubiera firmado con sangre cualquier embuste más, la necesidad de salir, de poder respirar sin tubos, era vital.
Como no podría ser de otra manera, el Diablo preparó más pruebas, así que de pronto los planes que unilateralmente tenía previstos en mi futuro próximo también volaron sin compañero con el que compartirlos. En unos minutos explotó aquello que construí en mi cabeza para entender que estaba en otra realidad y sorprendentemente, mis deseos se giraron como una moneda de la cara a la cruz: en un minuto comprendí que ya no me hacía ilusión proyectar nada con él. Que estaríamos, sí, que seríamos. Aprendiendo a verlo como un complemento en un vehículo que podía o no estar, pero no me impediría conducir mi vida. Aparecía en mí aquella conocida sensación de perder al prever para engañar a mis traumas con cuentos felices. Fue un salto al vacío desde un empujón, solo tomas aire e intentas relativizar deseando dejar de caer, aunque, dentro de la rabia, también esperas el golpe que te anestesie.
Dicen que no hay dos sin tres, y a veces van con otro añadido: al fin me di cuenta que siempre esperaba que mi madre doliente cambiara, que se convirtiera en la madre sana y equilibrada que nunca tuve. Pero el pecado era mío al no aceptarla en sus trastornos, y con soberbia, intentar enseñarle a dejar de lado sus enfermedades y neurosis para transformarse en alguien que no es a setenta y seis años de su existencia.
Quizá también pecadora reincidente por pretender además ordenar el presente y el futuro de los que parí, para calmar mi pasado, para resarcirme, para restaurar el orden, justo aquello que tanto odié de mis padres.
Me empecé a replantear dónde estaba y hacia donde iba, mis eternas preguntas; pero en lugar de encontrar un suelo y un cielo, me vi vagando en un interminable laberinto sin planos ni coordenadas. Mi brújula tampoco sirvió porque el Norte ya no es casa, el Sur es solo el infierno y el Este y el Oeste son solo las casas de las brujas malas.
No hubo golpe, fue aterrizaje en un océano, como un desierto de agua salada. Sin más neumático ni balsa, solo me mantengo a flote con un salvavidas pegado a la piel que soy yo misma, que voy hinchando de suspiros y lágrimas para sostenerme y mantenerme en la superficie. Las lágrimas saladas se confunden con el agua en el que floto, así que nadie imagina que pataleo ni lucho para sostener medio cuerpo a la vista, tengo experiencia en rescates de mí misma, en subirme a barcos extranjeros que solo me saquearon para lanzarme de nuevo al desierto salado.
Nada tengo para asirme, se trata como siempre de sostenerme ahí mientras dure la tormenta, la esperanza se evapora con un sol inclemente mientras por dentro se siguen congelando mis órganos.
Y siempre pasa el milagro, -pasará- cuando me dejo caer al fondo es, cuando al tocar con la punta de los dedos, rozando el abismo, vuelve a prender eso que está en lo más profundo y que, como una corriente, vuelve a cortocircuitar mi pecho y vuelvo a latir, a sentir, a subir, a dar las gracias. Y cuando lo aviste, a desear que ese barco, que es mío, con bandera de paz, me acoja por más tiempo.
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