Caminaba por la acera sujetando un ramo de flores, parecía etérea, como si una fuerza tirase de ella y la hiciera moverse hacia su destino. Vestido largo primaveral en tonos verdosos, pelo recogido en un moño precipitado, “¿habría sido una sorpresa en la mañana al despertar?”, imaginé sin pensar. Yo la observaba desde mi coche al pasar por la misma calle, me llamó la atención el ramo, no era ningún día especial pero no presté demasiada atención, iba pensando en mis cosas de camino al trabajo. Solo vi su silueta, el vestido, el ramo y sin más la adelanté. Al final de la calle había un cruce e incorporación a otra avenida, tuve que parar justo antes del paso de cebra, el carril bici y el carril bus, esperé. La mujer volvió a pasar a mi lado, andando a su ritmo. Volví a observarla, con algo más de atención que la parada me permitía. Vestido con fondo gris y flores amarillas caía en un leve vuelo, moño alto, pelo rubio oscuro, diría que todavía húmedo, “¿habría salido con prisas?, ¿sería su cumpleaños?, ¿un amante detallista?”, mi mente empezó a lanzar preguntas automáticas.
Se movía deprisa y la vi alejarse de espaldas mientras yo esperaba a poder incorporarme a la vía. Parecía feliz, ilusionada, ajena al mundo, como si no le importase pasear entre ruido de coches o gritos de niños. “Ella estaba en su mundo de fantasía, seguramente recordando una noche de amor sobre el cálido pecho de su amante que…” “¡piii!, ¡piii!”. Un claxon a mi espalda me sacó de mis pensamientos incitándome fervientemente a continuar mi marcha. Me incorporé a la calle despejada de tráfico, tras unos metros, puse el intermitente para girar a la izquierda. Saliendo de la nada, de nuevo la mujer del ramo aparecía en mi camino. Al pasar a su lado la miré más de cerca por la ventanilla izquierda, en su mano, envueltas en papel seda morado asomaban pequeñas flores lilas, rosas y amarillas. Su mirada se elevaba por encima de los edificios como si quisiera volar, como si ella no estuviera andando por estas calles a las 7.40 de la mañana. No vi bien todo su rostro, cubierto en ese momento por su mano en un gesto rápido, pero por su expresión me pareció que sonreía y que entonces, no había nada más real que esas flores posadas delicadamente sobre su pecho en recuerdo del amor que alguien le profesaba. “Hay gente con suerte”, pensé, mientras la adelantaba definitivamente en mi coche hacia mi oficina imaginando finales para esta historia.
La mujer dobló una última esquina y entró en un edificio blanco de varios pisos y amplias cristaleras, llegó a la tercera planta donde una anciana sentada en una butaca sonrió al verla como si renaciera, mientras le ofrecía el ramo de Siempreviva inclinándose para besarla.
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