Segunda parte: ¿Ficción?

Lee antes la Primera parte: ¿Realidad? de Jessie Asensio Jiménez.

¡Ay, Señor!, ¿qué va a ser de mí? Hoy he vuelto a salir en portada de casi todos los periódicos. Acabo de leer uno cuyo titular decía: «Elisabeth Queenheart,  la amarga decepción de la década». ¡Y todo por culpa de esa cría! Antes, todos peleaban por que sus enfermos tuvieran una plaza en mi centro, pero ahora… ¡Maldito sea el día en que aseguré poder curar a esa pequeña niña loca! 

Lo he intentado todo. Juro que así ha sido. Pero todo ha resultado inútil. Tan solo los sedantes han logrado calmarla, y es cuestión de tiempo que también estos dejen de funcionar.

El caso de Alicia se había viralizado por todo el país llegando incluso a ser considerado una de las psicosis infantiles más complejas documentadas en los últimos veinte o treinta años. Todos los psiquiatras que trataron a la pequeña —algunos de ellos viejos compañeros del máster o el doctorado— fracasaron estrepitosamente, y no fue hasta que su familia estuvo a punto de darse por vencida que uno de los profesionales que había trabajado en el caso me lo propuso como un reto profesional. 

Por aquel entonces nos acababan de dar el premio al mejor centro psiquiátrico del país y, gracias a la inversión privada atraída por la fama, acabábamos de abrir un nuevo ala bien adaptado a pacientes complicados. Era el momento adecuado para un caso así, y al final, tras un par de negociaciones, la familia de la joven aceptó internarla con nosotros.

Alicia presentaba lo que se conoce en el mundillo como psicosis no recesiva, lo que en otras palabras significa que vivía en una disociación constante. Y, aunque no era la primera persona que nos encontrábamos con un cuadro clínico así, sí era la más joven. Y esto suponía un limitante a la hora de qué hacer y qué no.

Lo que más me llamó la atención el primer día que Alicia entró fue la manera en que miraba a todo cuanto la rodeaba, como si el mundo fuese una especie de cuento de hadas. Incluso llegaba a quedarse horas mirando la pared de su habitación sin dejar de sonreír. Decía que allí siempre echaban sus dibujos favoritos.

Tratamos de atajar sus alucinaciones con lo último en farmacología. Pero lejos de ayudarla, le causaron episodios en los que decía empequeñecer y volverse gigante. Y, a pesar de la obviedad de que su tamaño variaba en absoluto, hubo momentos en los cuales estaba convencida de no poder salir de su habitación porque simplemente no cabía por la puerta. 

Un par de semanas después comenzó a hablar sola. Según ella, había un conejo de color blanco con la capacidad de hablar que la visitaba asiduamente y a quien, por razones desconocidas, siempre le preocupaba llegar tarde. 

Pasó el tiempo y su psicosis aumentó en tal medida que acabó bautizando mi centro «Las Maravillas» como «El país de las maravillas» y convenciendo a varios internos de que los trabajadores eran una especie de cartas humanoides armadas. A mí, en cambio, comenzó a describirme como una reina déspota, controladora y obsesionada con ejercer la decapitación.

El nombre que me puso era un juego de palabras entre mi apellido y una baraja de cartas.
«La Reina de Corazones»

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