El hombre marchito

No es que no tuviera humor, es que se le había podrido. Cuando era niño observaba, de adolescente se enfadó por todo lo que calló antes, de adulto bebía y reía, pero no recordaba muy bien de qué se había reído. Después, con la resaca, se le quitaban las ganas de reír. Se dio cuenta tarde de que ya no se reía en absoluto. Le resultaba imposible reírse viendo películas, le sabía todo a mentira. Dejó de seguir las noticias para no enfadarse. Dejó de escuchar a la gente para no desesperarse. Se alejó de todo para no deprimirse; para sentirse solo con motivo. Buscaba en libros la risa y la encontraba media vez de cada cien. Buscaba conversaciones y sólo le hablaban de lo obvio. El tiempo, los niños, la crisis, el gobierno, los vecinos. Hablaban en quejido, no en su idioma. Era una lengua hastiante. Miraba la foto del niño de cinco años que una vez fue, disfrazado de payaso. Ni en la foto se reía. Dejó de beber para acordarse de lo que le hacía gracia, pero resultó que dejó de reírse.
        Su humor, cuando existía, era negro como el agua de fregar. Satírico, bruto, sarcástico, un dedo abriéndose hueco en la llaga. Se lo fueron quitando poco a poco. Nada de chistes racistas, ni con sus amigos negros ni con su familia gitana. Nada de gordos, de afeminados, de machotas, de brujas, de putas, de tontos, nada de insultos. Nada mordaz. Nada machista, por irónico que fuera, nada de muertos y, claro, nada de reyes. Nada de princesas, nada de curas, nada de famoseo, nada de petimetres. Nada de… ¡nada!
        Y la gente se fue alejando, preguntándose qué le pasaría al hombre de la lengua afilada, que ya no se reía. ¿Qué le ocurrirá, que ya no bromea, que ya no hace envites, que ya no se burla? ¿Qué le estará pasando al probe, que jace mucho tiempo que no sale?
        Él dice que es feliz en la montaña, pero su espejo se volvió serio, su traje de payaso se perdió, su baúl quedó vacío. Colgaba la sonrisa en el perchero al llegar a casa. Le salieron arrugas en el ceño, cumplía años de dos en dos. El alma no se le moría, pero se aburría tanto que fantaseaba con el suicidio. A veces, cuando estaba nervioso, hacia bromas, para no enfrentarse a los problemas. Pero eran ficticias, como las de las películas, y ni a él le hacían gracia. No pagaría una entrada por verse.
        A ese hombre le quitaron todo porque le quitaron la risa. No supo ya de que reírse. Lo fueron dejando de regar y, al final, quedó marchito, quietecito, delimitado por unas líneas invisibles de humor que le habían puesto a modo de maceta. No fuera a ser que se saliera del tiesto.

4 respuestas a “El hombre marchito”

  1. Me gusta como pones el dedo el la yaga semana tras semana! 🙌

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    1. Gracias, jefe. No sé si meto el dedo en la llaga, pero en las teclas, seguro.

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  2. Quien diga que ha leído esto sin ponerle musiquita miente!!! «[…]¿Qué le estará pasando al probe, que jace mucho tiempo que no sale?
    Él dice que es feliz en la montaña […]»

    Le gusta a 2 personas

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