Ella camina despacio, con precaución. Mira a los lados por si alguien le sigue, por si alguien se le acerca y no se da cuenta. Aunque son las ocho de la tarde y aún hay luz, los árboles la filtran y entre las sombras nadie sabe quien se puede esconder.
Cruza la calle y avanza por el paseo de árboles que llevan hasta el puente sobre el río, que tiene el agua suficiente para oírlo y calmar los nervios.
Siempre es a esa hora.
Lo ve de lejos. Hoy parece más joven. Apoyado en la barandilla, parece mirar su ombligo, o su pecho, o sus pensamientos. No levanta la cabeza, aunque seguro que la oye llegar. Viste de oscuro y sonríe a medias.
Ella camina sola, sabe a lo que se expone, pero le da igual. No piensa nunca en él hasta las ocho, hace sus labores cotidianas con diligencia y sin errores. Hacia las siete y media comienza en su cabeza el baile de recuerdos de aquel único día y ya no hay remedio. Tarda media hora en intentar luchar en vano contra él y al final sale a la calle.
Ahora están juntos sin hablar. Apoyados en la barandilla del río. Juntos porque se sienten la piel de los brazos y se sienten pensar. Solo se sienten. Ella no sabe si él está muerto o vivo. Si es un sueño o una pesadilla. Solo sabe que lo necesita para vivir y que nunca se marchará.
Y que ella tampoco se irá de allí porque cada tarde, a las siete y media, comienza a recordar.
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