Cuando llegué, ya estaba allí.
Lanzaba frases aleccionadoras al aire, a toda persona que quisiera escuchar o, más bien, a toda persona que pasara lo suficientemente cerca como para escuchar sus gritos. «Las montañas flotan», «las palomas así lo han predicho», «los pecados no serán recompensados, ¡al contrario!» y otras frases por el estilo. Nadie hacía nada. O, mejor dicho, todo el mundo seguía haciendo sus cosas. Con la misma cabezonería con la que aquel hombre no paraba de sermonear, el resto de la gente no paraba de ignorarle y de intentar seguir con su vida, esa vida de la que todo el mundo queremos huir pero, eh, que no nos la toquen. Ya la tocaremos. El finde, o el lunes, o el año próximo.
Yo me pedí un té con hierbabuena, bien cargadito de azúcar, y media tostada de tomate y mucho aceite. «¡Los tomates os harán arder!». Pues nada, media tosta de aceite solo.
Intenté leer el periódico, pero la verdad es que, para como estaba el patio, era más divertido escuchar la sinrazón generalizada de boca de aquel hombre que leerla con innumerables faltas de ortografía.
«¡El fin está cerca! Y después del fin, ¡un nuevo comienzo!». Vi cómo el hombre se desnudaba y agitaba sus calzoncillos por encima de la cabeza mientras reía a carcajada limpia, festejando su victoria. También vi como el hombre paraba de reír y bajaba sus brazos, tremendamente decepcionado. Nadie, excepto yo, parecía haber mirado siquiera tal alarde de… ¿valentía? ¿Locura?
El hombre desnudo salió corriendo y trató de saltar un seto que rodeaba una zona verde, con tan mala pata que rodó por el seto, clavándose todas las ramitas. Me dolió hasta a mí. Luego, se levantó y corrió entre los árboles.
Yo, por mi parte, me levanté y fui a pagar el desayuno antes de entrar en la oficina. No negaré que estuve a punto de hacerme un simpa y correr desnudo entre los árboles también. Pero soy demasiado cobarde para enloquecer.