Era una tarde de mediados de julio en la ciudad, las calles estaban desiertas, una vez que se podía salir del hacinamiento de las casas a respirar un poco, tan solo se oían las chicharras y algún ladrido lejano. El deambular de algún coche extraviado se hacía raro y obligaba a girar la cabeza en busca de información, otro humano solitario intentando escapar del calor, de la soledad, del aburrimiento de la urbe abandonada por la mayoría de ciudadanos que disfrutaban de su periodo vacacional.
Cruzó la avenida sin mirar a los lados y sin temor a ser atropellado, como hubiera sido habitual. Willy tiraba con insistencia del collar y Tom decidió soltarlo para dejarlo correr un poco, en ausencia de peligro, cuando se dio cuenta éste había desaparecido. Caminó con prisa para intentar localizarlo, pasó por varios callejones sin hallar ningún rastro del animal, pensó que sería un engorro perderlo ahora con sus amigos ausentes, lo que le haría sentirse aún más aislado. Al doblar la esquina le pareció oír un ladrido proveniente de un parque cercano, efectivamente allí estaba meneando el rabo, se había encontrado con alguien que lo acariciaba. Tom llegó hasta allí llamándolo con enfado:
—¡Un día te vas a perder Willy, no te suelto más! ¡Ven aquí de una vez!
Un andrajoso mendigo le manoseaba el pelo recién limpio de la suave cabeza, el perro le olisqueaba la ropa, ambos parecían divertirse juntos.
—¡Venga Willy! vamos para casa —dijo cortando la tierna escena—, se entretiene con todo el mundo —añadió forzando una sonrisa.
—Ahora no hay mucha gente por aquí —respondió el extraño.
—Sí, me he dado un buen susto, pensaba que lo perdía.
—No tiene de qué preocuparse —dijo el mendigo mirándole fijamente—, aquí está a salvo.
Su expresión insistente hizo desconfiar a Tom, en aquel parque solitario donde ya anochecía.
—Bueno es hora de irse, buenas noches. Ató al perro y se dio la vuelta por donde había venido.
—¡Hasta otra! Se despidió el mendigo alargando la mano, una mano tatuada con una rosa.
En su regreso Tom tomó las mismas calles que lo llevaron hacia allí, sería más fácil reconocer el camino ahora que la luz natural se iba desvaneciendo. Willy tiraba de la correa insistiendo en cambiar de ruta pero él no lo dejaba temiendo perderse. Dobló la esquina, pasó unos cuantos callejones sombríos sin que un alma transitara por ninguna parte. Al llegar al último cruce, Willy ladró hacia la derecha, donde la oscuridad impedía ver el final de una amplia avenida silenciosa. Definitivamente giraron hacia la izquierda, siguiendo la luz de unos neones de casas de apuestas y otros locales de ocio. Algunas personas se agolpaban en la puerta como el único vestigio de la humanidad en aquella calurosa noche de julio. Ambos atravesaron la calle sin detenerse, mirando de lejos el ajetreado ambiente. Un coche apareció de la nada y pasó junto a ellos precipitadamente, asustando a Tom que soltó sin querer la correa, el perro alborotado echó a correr desapareciendo entre la multitud mientras el hombre le gritaba crispado que volviera. Caminó con dificultad entre el tumulto que le impedía avanzar, entre risas y fiesta de gente alcoholizada y ruidosa. Tras un rato deambulando entre el estruendo de los desconocidos, de repente una mano descuidada y sucia le agarró, solo pudo reconocer el dibujo de una rosa, miró a su dueño y unos ojos profundos le atraparon. En medio de la noche, todo se volvió claro y silencioso, no había nadie alrededor y pudo distinguir un pasillo iluminado que llevaba a la puerta de su casa, donde le esperaba plácidamente su perro.
—Pero Willy ¿dónde te había metido?… ¿Cómo….?, ¿dónde estoy?
Entró en su casa, se puso unas zapatillas cómodas y se sentó en su sofá. Miró por la ventana una ciudad apagada que no reconocía. El reflejo del cristal le devolvió una imagen tosca y desaliñada. Willy se acercó a lamerle la mano, una mano con una rosa tatuada.
Ciertamente, aquel había sido un paseo muy extraño.
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