En el comedor, esa noche, como casi siempre, las noticias en pantalla acompañan la hora de la cena. Un padre y una madre de una familia creyente se disponen a empezar el mismo ritual tras bendecir la mesa junto a sus cuatro hijos y preguntarse unos a otros amablemente cómo les ha ido el día.
El periodista en su editorial daba detalles de los escabrosos asesinatos ocurridos los últimos diez meses: siempre eran firmados con una cruz post mortem en la frente, parecía ser, con una navaja o cuchillo pequeño y junto al cadáver, siempre, como una leyenda, un texto bíblico del antiguo o nuevo testamento condenando un pecado en concreto: la mentira, el robo, la blasfemia, la fornicación, la gula, la avaricia, la homosexualidad, el fraude, el homicidio, el adulterio… El padre bajando la cabeza y sosteniéndose con la mano, indica a la madre apagar la televisión devastado por los detalles. El silencio solo deja lugar a los cubiertos en el plato, al crujir del pan al partirlo.
_ Papá, ese asesino no irá al cielo, ¿verdad?
_ Querida, los caminos de Dios son inescrutables, ¿quiénes somos nosotros, pecadores, para juzgar, ni aventurar nada…? Aunque ese hombre nos parezca repugnante y… un cerdo, Dios conoce las intenciones de los hombres, hasta de los asesinos. Seguid comiendo pequeños, en casa estáis seguros, Dios nos protege y vuestro padre también.
Dicho esto corta con un tenedor y un cuchillo los huevos fritos, atravesándolos con sendos cortes en forma de cruz.
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