Bernardo Franco recibió una llamada al acabar su turno. El número era desconocido, pero ese día le dio por descolgar. Quién sabe qué fuerza lo impulsó a darle al botón verde en lugar del al rojo, como hacía siempre. Sorprendentemente no era publicidad, sino la voz de su exmujer.
—Bernardo, tienes que ir al puente. Está ardiendo el pueblo y nos están desalojando. Tienes que llevarte a la niña de aquí.
—¿Cómo? ¿Pero estáis bien?
—Sí, sí, pero ven en cuanto puedas.
Bernardo corrió hasta el coche, que llevaba aparcado en el mismo sitio más de un mes. Un trasto antiguo que apenas usaba ya. Arrancó bien —menos mal—, aunque estaba en la reserva. Puso la dirección en el navegador. No conocía muy bien la zona donde vivía su exmujer.
De camino, vio un sol completamente rojo. Olía a humo y el cielo era gris oscuro. En el primer pueblo por el que pasó, llovía ceniza, pero había gente tomando algo en una terraza, riéndose. No daba crédito a que estuvieran tranquilamente sentados, bebiendo cerveza mientras la ceniza caía suavemente en sus vasos.
Bernardo no tenía aire acondicionado, así que tenía que ir con las ventanillas semiabiertas, a pesar de que el humo le dificultaba respirar. La carretera atravesaba las montañas, que parecían hervirse y el fuego se desplazaba con orden, como si alguien lo estuviera dibujando. En algunas zonas las llamas eran enormes, otras se mantenían verdes con finos hilos de fuego y humo.
De pronto tuvo que aminorar. El coche de delante iba muy despacio. Cuando se acercó más, vio que el conductor estaba sujetando el móvil. Pensó que estaría llamando por alguna emergencia. Resultó que no: estaba haciendo fotos apoyando el móvil en el volante; a las montañas echando humo. ¿Se quemaba el monte y hacía fotos para Instagram conduciendo? Bernardo pitó y el tipo salió en la siguiente salida. No pareció sentirse culpable.
El paisaje le iba encogiendo el corazón y el fuego estaba cada vez más cerca de la carretera. Sólo pensaba en llegar hasta su hija, pero tuvo que parar a echar gasolina. Allí había una chica llorando, probablemente porque algún ser querido estaría atrapado entre las llamas. O por una casa quemada. El tipo de la gasolinera le señaló que su matrícula se estaba cayendo y le preguntó amablemente «¿cuánto?». Bernardo pensó que si el monte estuviera ardiendo a dos metros en lugar de a doscientos, también le pedirían dinero. Revisó su cartera y dijo:
—Veinte de noventa y cinco.
—¿Efectivo o tarjeta? —preguntó el otro como si el mundo no se estuviera quemando a su alrededor.
Kilómetros de llamas y una carretera sinuosa entre las montañas. Alguna avioneta de aquí para allá, un helicóptero iba y venía a por agua. Una tristeza superlativa y el sol seguía rojo, como si alguien lo hubiera creado para una película de ficción apocalíptica. Un rojo que no parecía real. Faltaba el aire y había zonas por las que tenía que respirar mucho humo, pero si cerraba las ventanillas se asfixiaba. Cruzó un tramo al pie de la montaña ardiendo, conduciendo literalmente entre llamas y sintió un calor sofocante en su brazo derecho. Su mandíbula estaba tensa como un arco y lo único que podía hacer era dar sorbitos de agua templada.
Un pájaro estaba comiendo algo en medio de la carretera. Pensó que, como siempre, se iría en el último segundo, evitando el golpe. Pero el pájaro se quedó allí, en el asfalto. Prefirió seguir comiendo a abandonar lo que fuera que estuviera picoteando. Quién sabe cuánto llevaba sin comer o qué había tenido que pasar con todo el bosque calcinado, volando entre una espesa niebla de humo. O tal vez ya estaba entrenado y sabía que cabía perfectamente debajo de los coches.
Cuando llegó a la zona del puente, estaban refugiadas en una de las gasolineras. Ellas estaban bien, aunque su hija lloraba con miedo. La dependiente de la tienda le había regalado un peluche, gusanitos y gominolas para tranquilizarla. Al final, pensó Bernardo, los adultos salen a tomar cervezas aunque llueva ceniza porque una vez aprendieron a olvidarse del mundo comiendo chucherías.
Se llevó a la niña y se despidió de su ex.
—¿Estás segura de que no quieres venir? ¿De verdad no hay otra opción? Ven, por favor.
—No; tengo que quedarme.
Bernardo emprendió el camino de vuelta, viendo como el fuego lo dominaba todo y tranquilizando a su hija con canciones infantiles. Observó que los mismos que estaban tomando algo cuando salió seguían allí, riendo, a pesar de que el cielo estaba más gris que antes y el sol más rojo que nunca. A pesar de que todo olía a humo. Brindaban con ceniza, divirtiéndose, mientras Bernardo intentaba, únicamente, respirar.
Ceniza y cerveza
2 respuestas a “Ceniza y cerveza”
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Que narrativa muchacho, se formaron perfectamente las imágenes en mi cabeza, grande!
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Muchas gracias, crack. La verdad es que lamentablemente la gran mayoría
son escenas reales, así que solo he tenido que pasarlas a texto.Me gustaMe gusta
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