Cae la noche y los mosquitos sacan sus descapotables para recoger bolsas de sangre, zumbando por la ciudad como adolescentes de una peli de los años sesenta, deseosos de correr aventuras en algún cuarto oscuro.

Nosotros vagamos por los pasillos al filo del sueño, aletargados, repitiendo ‘quecalor’ en todas sus entonaciones posibles, como zombis arrastrando su cuerpo. Nos paramos delante de un ventilador que, mareado de tanto girar, sigue vomitando aire turbio y reciclado.

Una rata en la azotea se abanica en un sofá de Pinipon, con un pai pai de plástico, dispuesta a morir si la descubren con tal de no moverse. Se quedará dormida para ir a la dimensión del queso derretido. Otra víctima del síndrome de esquesofrenia.

Divago con el cerebro aplastado por otra ola de calor. Oh. Qué cariño las estoy cogiendo. Tal es el delirio que me provocan, que me gustaría poder poner nombre a algunas:

Rocío. La más grande. Su calor llegó como una ola, de fuego y de caricias.

Inda. El calor es tan agobiante que las cucarachas salen de las alcantarillas.

Mecano: Toda la noche sin dormir, bebiendo fumando y sin parar de sudar.

Hitchcock. Las temperaturas suben tanto, que provocan episodios de vértigo o psicosis.

Quizás en un futuro no muy lejano, cuando el calor sea omnipresente, y el agua escasa, algún ser de otra civilización encuentre ese glosario de olas de calor, y se ría con sus congéneres, de lo débil y estúpida que era nuestra raza.

Sigo pensando tonterías, mientras surfeo una ola que cada vez tarda más en llegar a la orilla. Me fumo otro cigarro en la ventana, sintiéndome como una rana que asoma la cabeza en una olla hirviendo a fuego lento. Como los músicos del Titanic, que, a pesar de lo apremiante de la tragedia, siguieron tocando hasta el final.

Al menos, ellos estuvieron frescos.