El hombre caminaba con paso tranquilo por el parque, en sus manos como siempre mezclaba sin parar una baraja de póker. Hacia un día soleado, algo poco habitual para ser invierno en Pamplona. Estaba acostumbrado al frío, en Noruega los inviernos eran demasiado crudos. Quizás por eso la gente solía mirarlo con cara de sorprendidos cuando aun haciendo ese maravilloso sol y estando solo a diez grados, llevaba un simple polo de manga corta mientras su chaqueta colgaba cuidadosamente doblada sobre su brazo. Era un hombre bastante llamativo, mediana edad, bastante majo como solían decir por aquí, y con un curioso tono de pelo, demasiado gris para su edad. Desde hace más de dos meses, hacia el mismo recorrido cada mañana. Salía de casa temprano, llegaba al parque y andaba sin rumbo aparente hasta encontrarse con la misma mujer cada día, ¿romántico verdad? Podría serlo, pero el caso es que esa mujer no tenía ni la más remota idea de que estaba siendo vigilada.
Siempre solía encontrarla más o menos a la misma altura, junto a los columpios, esos donde su hija pequeña se empeñaba cada mañana en que al menos su madre le diera un par de empujones. Cuando por fin conseguía sacarla del columpio, caminaban hacia su destino, la escuela infantil que había justo al cruzar aquel precioso parque. Tras dejar a la pequeña, la mujer seguía su camino hacia unas oficinas dos calles más abajo, no sin antes hacer la parada de rigor en esa famosa cafetería de postureo donde ponen algo parecido al café pero que ni de lejos se le parece.
Este día iba a ser muy diferente para ambos. Hoy la esperaba justo en la acera donde cruzaba para llegar a la escuela infantil. Cuando estaba a escasos metros, tropezó con ella, aparentemente sin querer.
—¡Disculpe!, estaba algo despistado – Dijo el hombre, mientras recogía el peluche de la niña, que del golpe había caído al suelo.
—No se preocupe, yo tampoco lo había visto —dijo Joanna, agradeciéndole con una sonrisa que le hubiese recogido el peluche a su hija —vamos Sophie, coge a Freddie o llegaremos tarde.
El hombre la vio alejarse, y empezó a caminar hacia el hotel que había junto a las oficinas de Joanna, colándose por la puerta de servicios y subiendo a la azotea por las escaleras de emergencias.
En la azotea estaba la maleta que guardaba el fusil de francotirador que dejo allí la noche anterior, escondida entre varios aparatos de aire acondicionado. Solo tenía que esperar a que Joanna hiciera su parada y por fin culminaría lo que hace algo más de dos meses empezó.
Fue un disparo limpio, atravesó el vaso de papel y llego al corazón. El hombre realizo dos disparos más, solo heridos, su intención solo incluía matar a una persona, pero había que despistar un poco, no le gustaba dejarle las cosas fáciles a la policía, y esta sin duda era una muerte muy especial.
Desmonto el fusil y lo guardo en una pequeña maleta de viaje. Bajo un tramo de escaleras y entro al hotel. Subió al ascensor y bajo al hall. Salió del hotel escapando entre empujones de la histeria colectiva y se dirigió a la boca de metro que había justo enfrente mientras a lo lejos empezaban a oírse multitud de sirenas de policía y ambulancia.
En el suelo yacía Joanna, sobre un charco de sangre y café. En el momento del disparo, su bolso estaba abierto, no le había dado tiempo a guardar el cambio de su desayuno. Al caer todas las cosas que había dentro del bolso acabaron en el suelo, entre ellas algo peculiar que desentonaba, una solitaria carta de póker con un Joker rojo.
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