DESCUBRÍ QUE ERA UN ASESINO el mismo día que cumplí veinticinco años. Hasta ese momento, yo había sido un chaval de lo más normal: tenía un buen trabajo, estaba a punto de comenzar un máster, iba a independizarme pronto… Sin embargo y, pese a llevar una vida cómoda, siempre me había sentido vacío. Sí, tenía prácticamente todo cuanto alguien de mi edad podría desear, pero me faltaba algo; y aquel día, al fin, descubrí el qué.
Como os he dicho, todo comenzó el día de mi veinticinco cumpleaños. Mis amigos habían cogido un reservado en una discoteca del centro, así que el plan era calentar a base de tercios de cerveza, cenar en la pizzería del barrio, salir de fiesta y, por qué no. desayunar churros con chocolate como en los viejos tiempos.
La celebración se desarrolló con total normalidad hasta llegar a la discoteca. Allí, mis amigos dejaron arder la mecha demasiado rapido y comenzaron a sobrepasarse hasta tal punto que, para cuando dieron las tres, estaban todos prácticamente destruidos. Viendo el panorama y, teniendo en cuenta que apenas iba con el punto, decidí otear el primer piso. Así fue como conocí a la muchacha que me convirtió en lo que soy ahora; la chica que me convirtió en asesino.
Coincidimos en la barra. Sentí un empujón y, al girarme, la vi intentando hacerse hueco entre la muchedumbre. Medía poco más de metro sesenta —o al menos eso fue lo que calculé sin tener en cuenta sus tacones—, vestía con un peto negro que combinaba a la perfección con los mechones violetas de su pelo y era tan guapa que dolía mirarla. Sus ojos, una mezcla entre café y caramelo, podían secuestrar a cualquiera sin apenas esfuerzo y se movía con una gracia a caballo entre tierna y sensual que no podía ignorarse.
La vi algo agobiada, así que decidí cederle mi sitio. Una vez en la barra, levantó la mano y, cuando captó la atención de uno de los camareros, le entregó un trozo de papel doblado. El chico, tras leer su contenido, se lo devolvió y, pocos segundos después, le sirvió una copa.
La muchacha cogió la bebida pero no se movió de donde estaba, así que, forcejeando un poco, logré situarme a su lado y, recurriendo a toda mi gallardía, le dije:
—¡Oye!, bastante inteligente lo del papel para no dejarte la voz.
Ella ni se inmutó, así que tras quedarme un rato mirándola con cara de tonto, sacudí su hombro con suavidad.
La chica levantó la mirada hacia mí y sonrió revelando un piercing en el frenillo de su labio superior.
—Decía que es un buen truco el del papel. ¿Quién te lo enseñó?
Como si las palabras se perdiesen por el camino, tampoco contestó. En su lugar, siguió mirándome con esos ojos que me desarmaban y aquella sonrisa inocente y natural adornada con un aro plateado.
Pensé que tal vez ella no me estuviera prestando atención o simplemente fuera algo tímida, pero cuando fui a acercarme a su oído para repetírselo, se apartó ligeramente a la vez que me detenía con la mano. Hizo un gesto para que mirase la pantalla de su móvil, donde tenía abierta la aplicación de notas.
En ella, escribió:
«Soy sorda».
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